—Ac tèhuatl?*
La voz que sonó en sus oídos se escuchaba lejana, molesta, como si le estuviera exigiendo despertar. Nerviosa y con los músculos del cuerpo doliendo a cada segundo, Turquesa parpadeó, tratando de abrir los ojos, de enfocar a quien quiera que le estuviera hablando.
—Ac tèhuatl?
Ante la insistencia y urgencia del tono, Turquesa se obligó a abrir los ojos. Quedó helada al ver a la figura que tenía ligeramente inclinada en su dirección. Era un hombre de piel morena, alto, de músculos bien definidos y con un atractivo innegable, acentuado por la melena negra que le caía en cascada por la espalda. Sin embargo, no fue su apariencia lo que atrapó su atención, sino su vestimenta.
—¿Quién eres?
Cuando la pregunta salió de sus labios, el rostro de aquel extraño se mostró confundido, aunque rápidamente esa expresión pasó a ser de molestia.
—Tlein tiquihtoznequi?*
Turquesa se quedó unos segundos en silencio antes de comenzar a reír de nervios. Pese al dolor de cabeza que aún tenía se obligó a inspeccionar todo a su alrededor. Las paredes, las personas, incluso el sitio dónde ella estaba descansando no se parecían a nada a un hospital.
Sintiendo el pulso en su garganta, se removió un poco sobre el petate* en el que estaba acostada. Abrió y cerró los ojos, tratando de enfocarse en algo concreto, en lo que fuera para regresar a la realidad. Seguramente estaba en una pesadilla provocada por los nervios del accidente.
Si, eso debe ser.
Pasando saliva, alzó los ojos en dirección al hombre que permanecía inerte en aquel rincón de la habitación, mirándola como si quisiera leerle la mente.
Se veía tan real, tan molesto y exasperado por sus reacciones, que fue inevitable pensar que tal vez no era un sueño, sino que estaba en algún pueblo perdido entre las extensas zonas de la región. Quizá el accidente no había ocurrido cerca de la carretera de la ciudad; quizá estos extraños eran quienes la habían salvado.
—Me llamo Turquesa —comenzó, sin saber realmente qué era lo correcto para decir en esa situación—. Tuve un accidente en la carretera y, si no hubiera sido por ustedes, seguramente habría muerto sin que nadie se enterara. Muchas gracias —murmuró en voz baja, evitando mirar a las personas que seguían sus movimientos mientras la escuchaban—. ¿Tienen alguna forma de llegar a la ciudad? Tengo que llamar a mi madre para decirle que estoy bien y avisar a la escuela sobre lo que me pasó.
El extraño hombre se acercó con pasos vacilantes hasta ella. La observó de nuevo antes de suspirar, como si se hubiera cansado de escuchar y esperar a que algo digno de su atención ocurriera.
—Ac tèhuatl?
Turquesa, que para ese momento ya estaba más consciente de todo, no tardó en reconocer que lo que aquel extraño hablaba era náhuatl, aunque no podía identificar la variante, pues no era tan experta como su padre lo había sido.
—Notoca* Turquesa.
—Tuquesa.
Ella negó con la cabeza; se le había olvidado que a la mayoría de los hablantes del náhuatl les resultaba difícil pronunciar la “r”. Quizá lo mejor sería traducir su nombre… pero, hacía meses que no se atrevía a decir el apodo en voz alta.
—Xihuitl — Aquella palabra, definitivamente, no sonaba con la misma ternura que cuando se la decía su padre — Notoca Xihuitl.
El extraño asintió antes de ponerse de pie y dar unas cuantas órdenes a las personas que lo rodeaban. Turquesa trató de prestar atención, pero la realidad era que solo alcanzó a comprender unas pocas palabras que, por separado, no le daban suficiente información para entender lo que estaba ocurriendo.
Resignada, se recargó en una de las paredes, mirando al techo, esperaba que aquellos extraños pronto pudieran darle alguna respuesta que pudiera entender.
—Notoca Xicohténcatl Axayacatzin— Turquesa giró su cabeza en cuanto lo escuchó hablar—. Tlacochcalcatl.
Turquesa sonrió, al menos ya sabía el nombre de uno de sus salvadores.
—Nipaqui nimitzixmati*
Xicohténcatl no entendía por qué aquella extraña le dedicaba esa sonrisa, pero él no estaba allí para averiguar la razón de su comportamiento ni el motivo de su extraña vestimenta; mucho menos venía a hacerse su amigo. Su único interés era descubrir el nombre de la mujer que había causado un enorme caos en su territorio, levantando humo y fuego en una de sus zonas de cultivo. Después de todo tenía que rendir cuentas ante su padre y los demás líderes.
—Tlacochcalcatl, ¿Pudo averiguar algo? ¿Ella es una Tlahuipuchme*?
—No tiene apariencia de una— admitió—. Aunque sus ropas son extrañas, creo que ella no es de aquí, ni tampoco de ese pueblo.
—Pero si no es de ahí, ¿De dónde viene?
—Tecuelhuetzin*, eso es lo que estoy tratando de investigar. Por el momento va a quedarse encerrada, nadie puede pasar a verla. Mientras no estemos seguros de que quiere de nosotros, no puede poner un pie fuera.
Su hermana lo miró con pesar.
—¿Vas a matarla?
—Lo haría, pero nuestro padre al verla me lo prohibió — murmuró tratando de que su tono no sonora molesto—. Dice que iba a consultar con los demás líderes que haríamos con ella. El Tetlachihui* dijo que no era peligrosa.
Ante la mención de los adivinadores del pueblo, su hermana se puso visiblemente nerviosa.
—¿No quieres que intente hablar con ella?
—No quiero que nadie corra peligro en su presencia. Es mejor que te mantengas alejada de la quimichi*. Aunque creo que no le vendría mal que le buscaras algo de ropa adecuada, esa que tiene es muy extraña y me distrae.
Tecuelhuetzin soltó una pequeña risa al escuchar el tono de su hermano.
—¿Qué es lo que te resulta tan gracioso?
—Nada— ella se encogió de hombros— Mejor ve con nuestro padre, seguramente ya tiene una opinión al respecto de la situación.
Xicohténcatl, sin querer que la conversación se desviara, asintió y se dirigió a los aposentos de su padre. En el camino, algunos guerreros lo saludaron, pero ninguno intentó detenerlo. Todos en el pueblo sabían que resolver el asunto de aquella extraña era una prioridad.