—¿Quién te crees tú para prohibirme la entrada?
—Lo siento, son órdenes de su padre.
Xicohténcatl bufó. Se había ausentado sólo una semana y ¿ya reinaba el caos en su pueblo? Negó con la cabeza y se alejó; no tenía caso discutir con esos guardias. Sabía bien que ninguno de ellos se movería, ni aunque la tierra cambiara de dirección. Su lealtad hacia su padre no tenía comparación.
—¡Xicohténcatl! ¡Xicohténcatl!
Los gritos de su hermano lo sacaron bruscamente de sus cavilaciones. Tlilcuetzpalin estaba pálido, sudaba y temblaba; sus labios, secos, delataban la ansiedad que lo consumía, como si estuviera al borde de un ataque de pánico.
—¿Alguien te hizo algo? — Xicohténcatl lo tomó de los hombros, tratando de hacer contacto visual con él.
Al sentirse observado, Tlilcuetzpalin se obligó a pasar saliva antes de arrastrar a su hermano lejos de las miradas y oídos curiosos. Cuando se sintió relativamente a salvo, se limpió el sudor con el dorso de su mano.
—Cuando venía a buscarte, pasé por la habitación de papá y escuché cosas —admitió, lamiéndose los labios y respirando hondo, intentando poner en orden sus pensamientos—. ¿Recuerdas lo que escuchamos de Tlahuicole? ¿De esos extraños? — Xicohténcatl asintió— Pues ahora están en Chalchicueyecan, pelearon con los pobladores de la zona, los vencieron y ahora dicen que le han puesto un nuevo nombre, Villa Rica de la Vera Cruz.
El no haber entendido por completo lo último —quizá por la pronunciación de su hermano— no disminuía su preocupación.
—Tlahuicole dijo que ellos aún estaban en la ciudad flotante.
—Esa información llegó con retraso —aseguró—. Para cuando él se la comunicó a nuestro padre, esos extraños ya habían llegado al río de Tabscoob, donde también pelearon con ellos y vencieron. El informante de nuestro padre dijo que ese fue el primer lugar donde desembarcaron; después de conquistarlo y ponerle nombre, continuaron su camino. Dicen que reclutaron gente que entendía su lengua y también el Maaya t’aan.
—¿Sabes dónde están ahora?
—No se han movido de Chalchicueyecan.
—¿Y el pueblo mexica ha dicho algo? ¿Los mercaderes que vienen de allá no han mencionado nada?
—No tuve tiempo de oír más, padre descubrió que alguien estaba escuchando a escondidas y tuve que salir corriendo. Espero que no me haya reconocido.
Xicohténcatl acarició su barbilla, intentando analizar la situación con toda la calma que pudo. Tras varios minutos de reflexión, miró a su hermano con la firmeza y seguridad que solo mostraba cuando combatían juntos.
—Esto que voy a pedirte no es sencillo— comenzó. —Pero solo puedo confiar en ti para todo esto.
—Hermano…
—Necesitamos estar completamente seguros de lo que en realidad está pasando. Debemos saberlo todo sobre ellos; ningún dato podemos pasar por alto. Una vez que sepamos qué quieren y quiénes son, procederemos a tomar las medidas pertinentes contra ellos, ¿bien? —Tlilcuetzpalin asintió; no hacía falta más palabras para comprender la petición de su hermano.
—No voy a fallar.
—Lo sé.
Ambos se miraron una última vez antes de darse la espalda. Tlilcuetzpalin se dirigió hacia las afueras del pueblo, decidido a tomar las rutas de algunas cavernas y cuevas para poder llegar sano y salvo hasta la zona donde se encontraban aquellos extraños. Xicohténcatl, en cambio, caminó hasta el hogar de su peculiar visitante. A este punto, ella era la única que podía explicarle lo que estaba pasando, pues sabía bien que si preguntaba a algún adivino al servicio de su padre, ellos no le dirían la verdad.
No es que él siempre confiara en ellos y sus predicciones —la mayoría de las veces prefería creer en lo que veía y no en simples conjeturas—, pero nunca estaba de más contar con una ayuda extra.
—Tecuelhuetzin.
Sabiendo que no podía acercarse a su invitada, el guerrero decidió buscar a su hermana. Le costó bastante esfuerzo y más de una promesa convencerla de que accediera a ayudarle, pero finalmente Tecuelhuetzin cedió, aceptando llevar a la mujer hasta el río Zahuapantli* para que ella y su hermano tuvieran algo de privacidad.
Xicohténcatl fue el primero en llegar al lugar del encuentro, estaba nervioso, moviéndose de un lado a otro con preocupación, ¿Cómo le preguntaría a la extraña todo lo que quería saber si su comunicación era deplorable? Tenía que apresurarse a enseñarle náhuatl.
—Hermano, disculpa la demora. Los guardias tampoco la dejaban salir conmigo.
El guerrero dio media vuelta, asintiendo aliviado al verlas. Aunque el rostro de la quimichi se veía diferente, apagado, triste, como si la vida misma le pesara.
Tecuelhuetzin se encogió de hombros.
—Me empezaba a preocupar que no llegaran— fue todo lo que él pudo responder—. ¿Por qué padre te prohibió la entrada a ti también?
—No lo sé, pero esperé al cambio de turno de la guardia para sacarla. Eso nos deja poco tiempo antes de que se den cuenta de su desaparición.
—Prometo no tardar.
Su hermana asintió, le dedicó una sonrisa a la mujer y luego caminó lo suficiente como para darles espacio, pero sin alejarse demasiado.
—Quen tinemi? (¿Cómo estás?)
Ella no alzó la vista, se limitó a murmurar un “Estoy bien” por lo bajo, moviendo el pie de manera nerviosa. Xicohténcatl frunció el ceño; su actitud no le gustaba para nada. ¿Alguien le habría hecho algo durante su ausencia? No lo creía posible, no cuando su progenitor estaba tan pendiente de ella. Aunque, si lo pensaba bien, la última vez que la vio, el consejero había sido quien se la llevó en medio de la noche, ¿La habría llevado ante su padre o le habría pasado algo en el camino?
— Ac tolti toltia? (¿Alguien te hizo daño?)*
Turquesa volvió a negar.
El guerrero se cruzó de brazos. Qué le estuviera entendiendo mejor que antes tampoco le agradaba ¿Quién había estado a su lado todo ese tiempo para haberle enseñado a hablar como ellos lo hacían?