Xicohténcatl no había podido dormir bien. Si era sincero, nunca en su vida lo había hecho, pero ahora era distinto. No solo lo inquietaba la reciente posesión que había sufrido Xihuitl, sino también su hermano.
—¿Está todo bien?
Turquesa al notar al guerrero tan distraído, se acercó a él, tratando de despertarlo de su trance con un movimiento de su mano.
—Quema, cualli occequi (Si, todo bien) — de manera abrupta, el guerrero se detuvo a mitad del camino, mirando el bolso— Iré por algo de agua, no te muevas de aquí.
Ella asintió, sosteniendo el bolso mientras miraba en todas direcciones. A pesar de caminar rápido, apenas habían dejado atrás San Juan Tepeaca. Y eso, de algún modo, la frustraba, pues si seguían a ese ritmo, seguramente tardarían más de diez días en llegar.
El guerrero, ajeno a esas preocupaciones, dejó que su acocote* recolectara un poco de agua. No había dejado beber mucho de aquel líquido a Turquesa —por precaución—, pero aún así lo necesitarían para el camino.
—¡Xicohténcatl!
El grito de Xihuitl hizo que Xicohténcatl saliera corriendo. No se había alejado mucho, pero al parecer la distancia que los separaba había sido suficiente para que tres hombres se acercaran a la mujer, tratando de arrebatarle el bolso. No parecían tlatlacotin (ladrones) comunes, sino, pochtecah (mercaderes).
—Tlein oquiz? (¿Qué está pasando aquí?)*
El trío detuvo el forcejeo, evaluando al guerrero.
—Nada que te importe.
A Xicohténcatl nunca le habían gustado las faltas de respeto.
—Dejenla, viene conmigo.
Uno de ellos, el más anciano, se separó de sus dos acompañantes y se acercó a Xicohténcatl. Primero observó su rostro y las vestimentas que llevaba; luego dio una vuelta alrededor del guerrero, percatándose del tlamamalli que llevaba atado a su espalda. Pero lo que realmente lo aterrorizó y aceleró su corazón fue ver la garza blanca con plumas verdes y cabeza de oro que adornaba la tela.*
—Tlacochcalcatl (general)* Xicohténcatl Axayacatzin.
Al escuchar esto, los otros dos hombres soltaron de inmediato a Turquesa. Estaban igual o más asustados que el propio anciano.
—Tetlapopolhuiliztli (perdón), tlacochcalcatl — los tres se arrodillaron ante ellos—. No sabíamos que venía con ella. Lo sentimos en verdad.
Xicohténcatl miró a Turquesa justo cuando ella negaba con la cabeza, señalando sus manos. El guerrero podría haberse preocupado al ver los rastros de sangre en sus nudillos, pero la nariz ensangrentada del más joven del grupo le dio toda la explicación que necesitaba.
—Tendré que matarlos. No confío en dejarlos libres.
Ante el comentario, todos palidecieron, incluida Turquesa.
—No, no, espera— ella se movió de su lugar, rodeando a los hombres que aún permanecían de rodillas—. No creo que matarlos sea la solución.
—Si los dejamos ir, volverán a hacer algo así —replicó—. Solo te soltaron porque reconocieron mi escudo; si no, habría tenido que pelear con ellos y, de todas formas, habrían muerto.
El más viejo de ellos se enderezó un poco.
—Es verdad que queríamos tomar el bolso, pero solo buscábamos nuevas cosas para vender, jamás habríamos pensado dañar a su siuanamik (esposa) de ninguna otra manera. Lo juramos.
Xicohténcatl tuvo que desviar la mirada en cuanto escuchó aquella palabra. Era evidente que solo decían eso para avergonzarlo, ya que Xihuitl no llevaba la toca de algodón blanco, ni el huipil, mucho menos el cueitl (faja), o cualquier otro elemento que la pudieran señalar como esposa de alguien.
—Podemos dejarle nuestras provisiones, también algunas telas o prendas que les pueden servir en su viaje— sin darle tiempo a replicar, el mercader se puso completamente de pie para tomar diversas bolsas y telas—. Por favor, perdone al menos la vida de mis hijos.
Turquesa miró al hombre con pena, antes de dirigir sus ojos suplicantes a Xicohténcatl. El guerrero evaluó la situación unos segundos para finalmente asentir.
—Bien, entreguen eso a ella y váyanse. Pero si me vuelvo a topar con ustedes y siguen haciendo esto, no tendré piedad.
Xicohténcatl no se movió de su lugar hasta que volvieron a quedarse solos.
—¿Te duele?
Turquesa miró sus nudillos para después negar.
—No, mi tato (papá) me enseñó cómo cerrar el puño para golpear correctamente— Mientras hablaba, cerró los dedos contra la palma de su mano hasta hacer un puño. Esa era su forma de mostrarle a lo que se refería.
—Me alegro— su rostro decía lo contrario —. De todas formas tenemos que darnos un baño y cambiarnos— agregó mirando la ropa—. Toma el primer turno para bañarte en el lago, yo recogeré todo esto y nos veremos allá.
—Ya hemos perdido mucho tiempo.
—Bañarse no es perder el tiempo, Xihuitl.
Definitivamente aquella comunicación que llevaban no les iba a llevar a ningún lado.