—Ajuiyak tlacóyotl (que rico tlacoyo*)— Turquesa no pudo evitar llevarse un bocado a la boca; llevaban caminando durante horas, y el hambre que traía era voraz. —¿Quién diría que un guerrero podría cocinar así de bien?
Xicohténcatl que también había comido con bastante ánimo frunció el ceño al escuchar este comentario.
—Los guerreros somos buenos en cualquier cosa. Incluso somos cuicapicqueh (poetas)— aseguró sin mostrarse realmente ofendido—. Espero que encontremos un lugar donde cazar, las provisiones se están terminando.
Turquesa asintió, limpiándose las pequeñas migajas que quedaron en su ropa.
—Al menos ya estamos en Amaquemecan (Amecameca) — Cuando el guerrero no respondió, Turquesa comprendió de inmediato que algo andaba mal. Xicohténcatl no era precisamente un hombre hablador, pero tampoco solía mostrarse tan rígido, como si intentara ocultar su preocupación—. Niquetzahcaya ce tlahtlaniliztli? (¿Puedo hacer una pregunta?)
—¿Qué clase de pregunta?
—¿Por qué quieres ir realmente al pueblo mexica? — Turquesa podría haber jurado que el rostro de Xicohténcatl se puso aún más tenso de lo que ya estaba—. ¿Realmente estás tan preocupado por mi y todo lo que me pasa?
—¿Siempre eres así de curiosa, quimichi (ratón)?
Turquesa asintió.
—Creo que es algo que heredé de mi… Tato (papá) — admitió —. Mi tete (mamá)* siempre decía que mi curiosidad podría llegar a causarme muchos problemas, pero hasta ahora, bueno, creo que no ha salido tan mal.
Xicohténcatl la escuchó con atención antes de asentir. No tenía ánimos de seguir conversando; no porque no quisiera, sino porque no podía. No podía decirle a Xihuitl que también viajaban para ver a su amigo, Tlahuicole, ni que buscaba descubrir qué estaba ocurriendo realmente en aquellas tierras que llamaba hogar. No sabía si guardaba silencio para protegerla, porque desconfiaba de ella o, quizás, porque un poco de ambas razones era la respuesta correcta.
—Cuando lleguemos a Amaquemecan… —Al notar la expresión desolada de Xihuitl, el guerrero se obligó a continuar—. Vamos a quedarnos al menos un día más; es vital que aprendas bien nuestra forma de hablar. Mejoraste mucho gracias a mi hermana, pero allá, en aquel pueblo, tendrás que dominarlo por completo. Por tu seguridad, no deberás llamar más la atención de lo necesario.
Turquesa no era ninguna idiota. Sabía perfectamente que lo que realmente preocupaba a Xicohténcatl era la aparición de aquellos invasores que, seguramente, ya se encontraban en las costas. Si bien al principio no tenía del todo claro en qué época se encontraban, las palabras del padre del guerrero le habían dejado muy en claro lo que estaba a punto de suceder.
—Tlazocamati cuextic, Xicohténcatl.
Al notarla tan extraña, el guerrero aprovechó para ponerse de pie. Deteniéndose a mirarla por unos segundos. Sus ojos recorrieron con lentitud su rostro, hasta llegar a sus ojos, aquellos que brillaban con la misma intensidad que el sol. Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, el guerrero se obligó a desviar la mirada.
—Buenas noches, Xihuitl.
Inevitablemente, la mirada de Turquesa siguió cada uno de los movimientos del guerrero mientras este se iba a acostar al otro extremo de la fogata. No sabía cómo se sentiría si su propio pueblo estuviera en peligro y no pudiera hacer nada para evitarlo. En su tiempo, quizá aquello se compararía con el patriotismo, pero lo que la inquietaba iba mucho más allá de un simple amor por su país y las culturas que alguna vez habitaron esas tierras. Era algo… algo que aún no podía explicar con palabras. La sola idea de que existiera una mínima posibilidad de salvar a los imperios de todo el continente le revolvía el corazón de una manera que le hacía doler el pecho.
Nerviosa, se puso de pie del tronco donde descansaba y comenzó a caminar de un lado a otro, procurando no hacer ruido. No quería mirar a Xicohténcatl, no cuando sabía que, tarde o temprano, moriría colgado por haberse negado a participar en el asedio del pueblo mexica. Tampoco quería imaginar el destino de todos los que estaba empezando a conocer. Algunos morirían defendiendo su tierra, otros serían torturados; las mujeres en cambio, serían casadas a la fuerza o abusadas.
Recordar todo lo que sabía, le revolvía el estómago.
Sin darse cuenta, comenzó a hiperventilar. Se limpió el sudor de las manos, cerró los ojos y se mordió el labio, intentando calmarse, pero nada funcionaba. ¿Qué pasaría con el futuro que conocía si los ayudaba? ¿Desaparecería su familia? ¿Hasta qué punto su intervención podría alterar lo que sabía que existía? Seguramente su padre también se había hecho esas mismas preguntas; lo conocía lo bastante bien como para saber que su amor por la cultura y las raíces que compartían lo habrían llevado a dudar igual que ella.
Tratando de conservar la poca calma que le quedaba, volvió a sentarse, moviendo distraídamente el pie sobre la tierra. Ayudarlos implicaba mucho más que solo intervenir: significaba resolver los conflictos de ego entre los grandes imperios, buscar la forma de conectar a todas las culturas del continente. Desde los atabascos, chimakum, chinookianos, haidas, salishanos y tlingits que habitaban entre el sur de Alaska y el norte de California, hasta los mapuches, charrúas, tiahuanacos, paracas, nazcas, mochicas, tehuelches, quechuas, aimaras y guaraníes, sin olvidar a los incas que estaban en el sur.