—Dicen los ancianos que nuestros orígenes se remontan al tiempo en que el mundo aún estaba lleno de niebla y los dioses caminaban entre los hombres. Yo crecí escuchando que descendemos de los teochichimecas*, uno de los siete linajes que salieron de Chicomóztoc, el Lugar de las Siete Cuevas— Xicohténcatl extendió su mano en dirección a Turquesa, que estuviera hablando no significaba que no iba a ayudarla cuando viera que lo necesitaba—. Ahí, los nuestros recibieron la misión de buscar nuevas tierras. Nuestro viaje fue largo. Partimos del norte, guiados por el espíritu del dios Camaxtli, protector de los cazadores y la guerra. Atravesamos montañas y valles hasta llegar al gran lago de Texcoco, donde fundamos Poyauhtlan. Pero nuestra estancia allí fue breve; los pueblos vecinos nos rechazaron, y una vez más tuvimos que levantar el campamento y seguir el camino de la serpiente del sol.
Turquesa sonrió en cuanto su mirada se cruzó con la de Xicohténcatl, animándolo a continuar con su relato. No importaba cuántas veces hubiera escuchado esa historia antes; oírla contada por un descendiente directo de quienes la vivieron no tenía comparación.
—Cruzamos Huexotzinco y las faldas del Popocatépetl. Finalmente, bajo el liderazgo de Culhuatecuhtli*, hallamos refugio en la sierra de Tepeticpac. Fue allí donde, cansados de huir, decidimos alzar nuestras casas y templos para fundar Tlaxcallan, “el lugar de las tortillas”...
Ambos enmudecieron al escuchar nuevamente aquellos ruidos que hacían crujir las hojas secas y la madera. Turquesa contuvo la respiración mientras buscaba con la mirada el origen del sonido, Xicohténcatl en cambio se apresuró a colocarse frente a la mujer, tensando el cuerpo, empuñando su arma con fuerza, listo para luchar.
Durante segundos eternos, ninguno dijo nada, solo observaron hasta que la vegetación dejó de moverse.
—Tenemos que empezar a movernos más rápido, seguramente los hombres de mi padre son quiénes nos están siguiendo.
Ante tal declaración, Turquesa apenas si fue capaz de contener un escalofrío. No creía que fuera él, no después de lo tajante y grosero que se había mostrado al hablarle. Si esa era su actitud siendo, según sus propias palabras, amigo de su padre, resultaba poco probable que de un día para otro decidiera entregarle la libreta y aquel collar
—¿Y si usamos alguna óztotl (cueva)?
Xicohténcatl se detuvo en seco.
—¿Óztotl? ¿Cómo sabes tú de eso?
—Bueno, yo…— ¿Qué excusa sería creíble para responder a semejante error? En teoría, muy pocos en esa época sabían de la existencia de las cuevas subterráneas que unían a todo lo que en el futuro sería México— Ví unas cuando íbamos llegando.
El guerrero poco dispuesto a discutir o tratar de indagar más del tema asintió.
—Es una buena idea, solo que todos esos pasajes bajo tierra están controlados por los mexicas, si usamos alguno, podríamos causar una guerra, así que no es opción.
Sin esperar respuesta, Xicohténcatl decidió continuar su camino. Debía apresurarse a encontrar algún animal que pudiera servirle como mensajero para contactar a su hermano y saber cómo marchaban las cosas. Aunque, dadas las circunstancias, sabía que el mensaje tardaría más de lo habitual en llegar, pues en casa quien solía encargarse de ese tipo de comunicación era su hermana.
—¿Estás molesto conmigo?
Turquesa, tratando de mantener la calma se acercó al guerrero lo más rápido que sus piernas le permitieron.
—No, ¿Por qué tendría que estarlo?
—No lo sé, quizá porque sabes que te oculto cosas.
—Te dije que hasta que no demostrara que podías confiar en mí, no me dijeras nada, así que no, no es eso— Turquesa lo miró, esperando a que continuara—. Anoche te escuché llamando a tu familia, llorabas, pedías perdón por no estar con ellos, parecías genuinamente triste.
¿Era buen momento para preguntar cuando Xicohténcatl había comenzado a entender el español?
—No me di cuenta, lo siento.
El guerrero negó, colocando sus manos sobre los hombros de Turquesa, tratando así de no perder de vista aquella mirada.
—Soy yo quien lo siente. Te arrastré a todo esto porque, en verdad, quería saber qué es lo que mi padre me está ocultando. Pensé que tú conocías los secretos que él no ha querido contarme. Pero estos días contigo me hicieron ver que no eres una quimichi (ratón). Eres extraña y seguramente vienes de un lugar que no alcanzo a imaginar… pero eso no te hace un peligro, al menos no en el sentido convencional.
— Turquesa no encontró palabra alguna para detener lo que Xicohténcatl le estaba diciendo —. Lo que quiero decir —continuó él con voz más baja— es que no debí involucrarte en esto. Ni tú, ni ningún inocente debería verse en peligro por mi curiosidad.
—Yo decidí acompañarte.
—Te informé que debías venir conmigo, nunca te pedí tu opinión— corrigió — No fue lo correcto.
—Xicohténcatl…
—Lo he estado pensando mucho y, lo mejor será regresarte— con cuidado, el guerrero la soltó, alejándose un par de pasos de ella—. Cuando lleguemos al corazón del pueblo mexica, buscaré la manera de que vuelvas al lugar del que vienes.
Turquesa no debería sentirse tan desolada al escucharle decir eso; después de todo, ¿no era precisamente lo que ella quería? Regresar a su época, volver a la realidad que conocía y alejarse lo antes posible de ese lugar, antes de encariñarse aún más.
—Tu padre va a preguntar dónde estoy.
—Lo resolveré, no te preocupes por mí.
Turquesa se negó a moverse de su lugar; en ese instante poco le importaba que las nubes amenazaran con desatar una fuerte tormenta.
—¿Desde cuándo comenzaste a pensar así?
Desde que comencé a pensar que eres bonita.
Xicohténcatl se quedó helado ante su propio pensamiento; no era correcto pensar así, mucho menos considerando el peligro inminente que los acechaba, listo para lanzarse sobre ellos al primer descuido.