El espejo de la serpiente

— TATA —

—Tu padre es alguien con mucho talento.

Después de todo lo ocurrido aquella madrugada, a Xicohténcatl le resultaba difícil mantener la calma. Su mente no dejaba de dar vueltas, repitiéndose una y otra vez que todo aquello era una mala idea. Aun así, se esforzó por parecer sereno, por transmitirle a Xihuitl un poco de paz. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que leyendo junto a ella algo del diario de su padre?

—¿Podrías volver a leerme el poema? Por favor— Xicohténcatl soltó una risa por lo bajo antes de negar de un lado a otro con diversión—. Es la primera vez que te veo sonreír— No había estado en los planes de Turquesa ser tan evidente en su declaración, pero después de oír la risa de su acompañante, fue inevitable hacer la misma mueca de felicidad que aún seguía plasmada en el rostro del guerrero.

—Es que creo que el talento de tu padre en la poesía se debe a nosotros.

—Seguramente fue con eso que conquistó a mamá— murmuró sin dejar de ver los dibujos plasmados en el papel.

Al escucharla decir esto, Xicohténcatl se aclaró la garganta, tomando la libreta con firmeza antes de ponerse de pie y comenzar a caminar alrededor de la fogata.

—Me siento ebrio de amor, bebo del néctar del jade, mi corazón danza entre flores encendidas. Sobre la tierra canto, y en el viento tu nombre florece, como el humo del copal que lento asciende ¡Ay, flor preciosa, joya del amanecer!— Xicohténcatl siempre había sido bueno recitando poesía para una gran cantidad de personas, por lo que no entendía por que ahora se ponía tan nervioso cuando sólo un par de ojos lo miraban—. Por ti mi alma se disuelve como el sol entre los pétalos del día. Mi ser se rinde ante ti, como el río ante la montaña, como el águila ante el horizonte. Si el destino ha de borrarnos, que lo haga en un mismo canto, en una misma llama. Porque amar es vivir dos veces, y morir, solo separarse un momento, para volverse a hallar en el canto del viento, en la flor que vuelve a abrir sus ojos al sol.

El lugar se quedó en silencio solo un par de segundos antes de que Turquesa aplaudiera, llenando el vacío con su luz, con esa brillante sonrisa que tenía tan confundido al guerrero.

—Eres un gran poeta— le halagó sin dejar de mirarlo—. Un brillante orador.

—Gracias— Xicohténcatl hizo una reverencia con su cabeza para después regresar a sentarse al lado de Turquesa—. Quizá algún día puedas leer algo de lo que he hecho.

—Saber que los guerreros de nuestras tierras no eran ajenos a los sentimientos que se pueden recitar en la poesía es bastante gratificante— admitió— Cualquiera diría que no se puede mezclar la violencia y el amor.

—Combatir en batalla solo es otra forma de expresión— aseguró mirando el fuego que tenían delante, comenzaba a preocuparle no tener noticias del tal Temilotzin.

Turquesa se permitió guardar silencio un par de segundos, pero no para meditar las palabras del guerrero sino, para observarlo a él, a su rostro, a la calma que parecía querer tener en momentos tan tensos. Su piel se veía diferente, tan suave que parecía invitarte a acariciarla, pero a la vez tan dura y tan firme como una roca a la hora de la batalla. Era una combinación tan interesante como la misma esencia de Xicohténcatl.

—¿Tengo algo extraño en el rostro?

—No.

—Entonces, ¿Por qué me miras así?

—No lo sé— admitió sin moverse de su lugar, apenas percatándose de que estaba invadiendo demasiado el espacio personal del guerrero—. Es solo que…

En ese momento Xicohténcatl giró su rostro, quería observar mejor la expresión de aquel rostro cuando le diera una respuesta a una pregunta tan directa.

—¿Es solo qué…?

Turquesa tuvo que contener la respiración durante unos segundos al notar lo cerca que estaban. La fragancia natural del guerrero la empujaba a inclinarse suavemente en su dirección, la invitaba a grabar en su memoria el brillo de esos fieros ojos plagados de una intensidad que parecía arder solo para ella.

—Xihuitl…

El murmulló se perdió en el viento, cuando unos firmes pasos perdidos entre la vegetación se hicieron presentes. Turquesa maldijo en su mente alejándose precipitadamente de Xicohténcatl.

—Esperamos no interrumpir— el primero en dar un paso fue Temilotzin, que apenas si podía ocultar la risa que le invadió al ver las expresiones de vergüenza y consternación que tenían ambos rostros. Lucían tan culpables.

—Los estábamos esperando.

Temilotzin asintió sin borrar la sonrisa de su rostro. ¿Cómo era posible que aquel hombre que lo había atacado el día anterior ahora no pareciera más que un joven avergonzado?

—Lamento la demora, pero como comprenderán este asunto no podía tratarse con ligereza.

Sus palabras dieron paso a la figura de un hombre alto, de complexión robusta pero bien definida y porte imponente. Su cabello negro, caía hasta los hombros, enmarcando un rostro de rasgos fuertes y simétricos, pómulos marcados, mandíbula recta y una mirada tan penetrante como el filo de un arma.

—Mi nombre es Cuitláhuac y soy el señor de Iztapalapan. Mi hermano, es el tlatoani, Moctezuma Xocoyotzin— Turquesa no pudo ni siquiera hablar, no cuando su cuerpo por voluntad propia se había puesto de pie—. Me han informado que ustedes poseen conocimiento valioso sobre esos extraños.

Xicohténcatl respondió algo que Turquesa no alcanzó a oír, no cuando la sangre corría por sus oídos, no cuando las lágrimas habían nublado su visión. Temblorosa, levantó sus manos, apenas percatandose del movimiento de Temilotzin, que parecía dispuesto a lanzarse para proteger a su señor de cualquier ataque, Sin embargo, el gesto nunca se concretó, ya que Cuitláhuac con un movimiento de su mano le impidió actuar.

—Ichpochtli? (¿Señorita?)

La figura frente a ella era claramente más joven que el hombre que recordaba, pero su porte, su elegancia y esa calidez eran imposibles de imitar. Su corazón tembló; solo Dios, solo los dioses sabían cuánto había rogado por verlo una vez más.



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En el texto hay: mexico, prehispanico, romance

Editado: 08.11.2025

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