El espejo de obsidiana

Capítulo 1

El joven graduado estaba sentado en una banca bajo un árbol y tallaba frenéticamente un papel enjabonado contra el puño de su camisa. Era una tarde apacible y perezosa de principios de junio. En el horizonte el sol descendía tranquilamente por entre los volcanes,  las calles estaban impregnadas de una brisa húmeda y calurosa que parecía emanar por entre el asfalto y los edificios mismos. A lo lejos se escuchaba el bullicio del tráfico y el congestionamiento típico citadino.

—¡Maldita sea! —masculló con enojo al ver que la mancha no desaparecía a pesar de sus mejores esfuerzos.

Minutos antes, uno de sus amigos había corrido eufórico a saludarlo con un torpe abrazo fraternal y, en el frenesí, vació la mitad del refresco que tenía en la mano sobre el puño de la camisa de José Leonardo.

—¡Mira nada más lo que hiciste, animal!

Daniel, su amigo, había desestimado el accidente con una risotada infantil y la mirada desviada.

—Todavía ni siquiera es la entrega y tú ya estás tomado, ¿verdad? Eres un ebrio.

 —¡Entrega! ¡ebrio! ¿Qué pedo? Parece que te tragaste un Larrouse, güey, —dijo Daniel—. Y haciendo todo un drama por una manchita.

—Eres un tarado. Ya crece ¿sí?

—Disculpe, su majestad, se me olvidó que desde que conseguiste la chamba ésa, te volviste un mamón. Y peor tantito con eso de que resultaste ser el más nerd de todos.

Sin responder, José Leonardo había entrado al baño para empapar un pedazo de papel con jabón y tratar de limpiar la mancha. Después de diez minutos, lo único que había conseguido era triplicar su tamaño. Resignado, trató de cubrir el puño de la camisa debajo de la manga del saco, tiró el papel mojado a la basura y se incorporó para caminar presuroso al aula.

En la entrada lo recibió un estudiante con mala cara que, aburrido, se recargaba alternadamente en un pie y en el otro.

—¿Nombre?

—Sepúlveda Castillo, José Leonardo

—¿Tú eres el güey matado que sacó como 10 de promedio? No inventes, yo apenas vivo con siete de puro churro. Oye, ándale, ¿sí? No seas malito, pásame un tip para sacar diez.

—Estudia —respondió cortante.

El estudiante alzó una ceja, molesto y, sin decir otra palabra, le entregó el paquete con el programa del evento.

José Leonardo entró al auditorio y caminó hacia su lugar. En la butaca de la izquierda estaba sentada una joven de cabello rizado, facciones elegantes y ojos grandes. Al verla, no pudo evitar sentir que su corazón se aceleraba. Su nombre era Citlalli y, desde que se habían conocido al inicio de la carrera, se sentía ofuscado cada vez que estaba cerca de ella, como los antiguos griegos al escuchar el canto de las sirenas.

Al percibir que alguien se sentaba a su lado, la joven volteó la cabeza y sonrió al verlo.

—¿Puedes creer que ya? De veras que siento que recién empezamos y ¡nada! Que ahora se supone que ya sabemos. De aquí al trabajo, ¡qué miedo! Bueno, aunque con los años que llevas en el juzgado, ya te las sabes todas. No vas a estar de baboso como los demás.

—Ay, bueno, tú tampoco ¿eh? ¿Te vas a quedar en el despacho ése de Polanco?

Ante el halago de la joven, José Leonardo se había ruborizado ferozmente y trató de esconderlo desviando el tema de la conversación hacia ella.

            —No, me late más irme al de Chiapas.

—¿Qué no te dan una miseria?

—Sí, pues, pero es lo que quiero. Y ya hasta mi abuelita me mandó esto.

Citlalli le mostró la figurilla de madera tallada en forma de ocelote que traía entre las manos.

—¿Y eso qué es?

—Es algo así como mi espíritu guía. Dice mi abuelita que me va a proteger y me va a traer buena suerte, pero solo si sigo el camino que me toca. Según ella, mi destino es irme para Tuxtla, no quedarme aquí.

—¡Ay, no me salgas con esas jaladas! ¿N’serio te la crees?

—Sí, ¿por qué no? —la joven se encogió de hombros—. Yo creo que todos estamos aquí para cumplir una misión especial. Ni me veas así. Ya sé que eres un escéptico pero cada quién su onda, ¿no?

Su conversación se interrumpió cuando las luces se atenuaron. El doctor Roberto Palacios, director de la facultad, entró al salón seguido por otros profesores para dar inicio a la ceremonia de graduación.

***

—Le encargo otra botella de champaña.

—Sí, señor —respondió el mesero y se alejó presurosamente.

—Papá, en serio, no necesito que gastes tanto dinero —dijo José Leonardo tímidamente.

—¡Claro que sí! Al diablo con los gastos, si tu mamá estuviera aquí nos diría que pidiéramos una para cada quien.

Después de la ceremonia, su papá había insistido en llevarlo a cenar a uno de los restaurantes más lujosos de la ciudad para festejar. Mientras su papá elegía los mejores platillos de menú, su hermana menor ojeaba las fotografías tomadas con la cámara instantánea.



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En el texto hay: misterio, humor, aventura

Editado: 18.08.2024

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