El espejo de obsidiana

Capítulo 5

Salieron a la mañana siguiente antes del amanecer. Pasaron al departamento de José Leonardo para recoger una muda de ropa nueva y buscar el viejo directorio de sus padres. En una de las hojas amarillentas y carcomidas por la humedad y el tiempo, estaba la dirección y el teléfono de Lucía Castillo. Ignoraba si la encontraría ahí después de tantos años, o incluso si aún vivía, pero ésta era su mejor opción. Tomó dinero en efectivo, guardó la ropa en la maleta y bajó de nuevo.

Daniel lo esperaba dentro del coche, ajustaba el GPS y trataba de despabilarse de la modorra resistente a la cafeína. José Leonardo se subió al asiento del copiloto y, con sólo la ciudad a medio amanecer como testigo, iniciaron el largo trayecto hasta Catemaco.

Era una mañana fresca y nublada. Las cimas de las montañas estaban cubiertas de neblina; de su lado derecho, el Popocatépetl vigilaba tranquilo su recorrido justo en la frontera entre dos estados. En la carretera, el aire silbaba con fuerza y a momentos casi daba la impresión de querer detenerlos en su camino.

José Leonardo iba en silencio, alterado por la marejada de eventos inexplicables que azotaban su vida de un extremo a otro, nervioso por las imágenes que, de cuando en cuando, parecían dibujarse en el relieve rocoso y desigual de las montañas. Sentía como si estuviera parado en la boca de un abismo eterno, obligado a dar un paso al frente y sobrellevar la locura que la oscuridad le deparaba. Todo a su alrededor estaba tapizado de señales.

A diferencia de él, Daniel manejaba divertido, bailaba y canturreaba al ritmo de la música a todo volumen. Su naturaleza ligera y animada le permitía mantener su buen humor y espíritu liviano a pesar de los problemas.

—¿Te late, cacahuate, comer en Puebla? —sugirió casi a gritos Daniel, renuente a bajar el volumen.

—¿Acabas de comer y ya tienes hambre?

—Falta como una hora para llegar y la comida allá no tiene abuela. Queda de paso, ¿a ti qué hacer una escala?

—Quiero llegar temprano. Es peligroso viajar de noche.

—O sea, vamos a buscar a tu tía la bruja para que te quite al chanchán asesino de encima, ¿y te preocupa que nos afusilen?

—Sí, y no se dice chanchán, es chamuco.

—Lo que sea. Yo digo que chin, chin al que nos encontremos: le echas el amuleto encima y mientras invocas al chupacabras ese que viste. A ver qué jeta hacen.

—No digas tonterías —le reclamó apagando el aparato—. Y, por favor, deja de estar bailando mientras manejas tan rápido.

—Híjole, qué humor te cargas, güey. Ya bájale dos rayitas, ¿no? Aprende a reírte de ti mismo, tú sigue el dicho: Al mal tiempo, a lamer hasta la coyunta.

—No le encuentro lo chistoso.

—Sí, ya me di cuenta —respondió Daniel con sarcasmo—. Mira, ni pedo, de aquí a que llegamos, tú busca por la ventana a ver si ya puso la puerca, ponte a contar vacas o haz lo que quieras, pero deja de joder, ¿ok? En Orizaba te toca a ti y puedes manejar como viejito epiléptico si quieres; y, otra cosa, el ipod es sagrado, no se toca.

Daniel encendió el aparato y las bocinas del coche empezaron a retumbar de nuevo. José Leonardo hizo una mueca de desaprobación y se arrellanó en el asiento sin decir otra palabra. Su mirada se perdió en el hipnotizante paisaje al otro lado de la ventana. Conforme pasaban los minutos, los árboles, montañas y prados avanzaron cada vez con más velocidad, hasta el punto de tornarse en una imagen borrosa, con colores y formas desdibujados.

—¡Que le bajes!

No hubo repuesta. Las figuras del paisaje se desplazaron más y más aprisa. Trató de volver la cabeza para reclamar a su amigo, se sentía mareado y débil, incapaz de despegar la mirada de la ventana, incapaz de moverse.

El paisaje se desformó poco a poco hasta que las siluetas formaron imágenes nuevas y ofrecieron un panorama distinto. Donde antes hubo montañas deshabitadas, de pronto apareció una ciudad magnífica con amplias avenidas y extraordinarias construcciones como nunca antes había visto, rodeada de verdor bajo un cielo limpio de un azul impenetrable.

En el centro de la ciudad, bajo una torre recubierta de maleza y grabada con símbolos y figuras extrañas, alcanzó a distinguir una sombra. No era una sombra cualquiera; era la misma sombra que lo seguía de cerca desde hacía unas semanas.

La sombra se transformó en una persona alta y delgada. Avanzó hacia él y, conforme caminaba, una voz habló entre sus pensamientos. “Okxikchia…el momento se acerca. Recuerda y retorna, lo olvidado regresa, los Soles esperan y aguardan, el ciclo se completa y el entonces llama…Okxikchia”.

La sombra se desvaneció. A lo lejos se escuchó un silbido y, súbitamente, un proyectil de fuego pegó sobre la torre y la destruyó en cuestión de minutos. El fuego de la torre se extendió al resto de la ciudad. Cientos de personas se precipitaron a las calles, algunos intentaron apaciguar el incendio, algunos imploraron ayuda y otros huyeron despavoridos de la ciudad, prefiriendo salvar su vida que rescatar su hogar. Había algo más temible que el fuego encabezando el ataque, algo que era mejor no enfrentar so pena de perecer ante su poder.

Las llamas continuaron extendiéndose. El cielo despejado se tiñó de rojo bajo un velo de humo sofocante. Las construcciones se transformaron en escombros y el fresco verdor de las plantas se convirtió en cenizas. El fuego siguió su camino hasta sustituir la belleza de la ciudad por el horror de la pérdida.



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En el texto hay: misterio, humor, aventura

Editado: 18.08.2024

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