00:42 — Rutina
El vestíbulo del Barbios tenía ese olor particular de las madrugadas: café recalentado, moqueta húmeda y un leve fondo de productos de limpieza que nunca terminaban de desaparecer.
A esa hora, el aire parecía distinto, más espeso. No se movía, como si el edificio entero contuviera la respiración, atento a cualquier sonido fuera de lugar.
Las luces permanecían fijas, sin parpadeos. El ascensor, al fondo, lanzaba un suspiro metálico cada vez que llegaba al primer piso, como un animal cansado de repetir el mismo trayecto.
El cartel verde de salida de emergencia soltaba un “tic” eléctrico cada ciertos segundos, un sonido regular que servía, de algún modo, para recordar que el tiempo seguía avanzando.
Nada fuera de lo normal.
Nada que justificara el pequeño nudo que Lilith sentía en el estómago.
Estaba sola en recepción, como casi todas las noches. Frente a ella, el mostrador de mármol reflejaba la luz de los focos con una friadad clínica.
Tenía la pantalla abierta con los informes del día: TPVS, visas, facturaciones. Lo de siempre.
Imprimió el resumen del turno y revisó la caja. Todo cuadraba: el arqueo, las llaves maestras, los duplicados.
Esa rutina era su refugio. Mientras los números encajaran, el mundo también lo haría.
No había lugar para el caos cuando cada céntimo encontraba su asiento y cada huésped u habitación.
Por la radio interna, la voz grave de Víctor, el guardia de seguridad, rompió el silencio con naturalidad:
—Subo a la cuarta y bajo —dijo—. Si pasa algo, me avisas.
—Recibido —respondió ella, sin apartar la vista del monitor.
El sonido de estática se desvaneció, dejando tras de sí un silencio más profundo.
Lilith levantó la mirada. En el hall solo había una cámara enfocando la entrada; el resto se repartía por pasillos y ascensores. Ninguna en las habitaciones, por supuesto; eso sería impensable.
Frente al mostrador, en la pared del fondo, colgaba un espejo antiguo y único.
Tenía un marco de madera oscura, flores talladas a mano, y una placa dorada con un nombre que a Lilith ya le resultaba familiar:
“Espejo original, año 1880. Propiedad de Eleonor Ainsley.”
Lo habían bajado de la suite presidencial durante la última reforma. Desde recepción, Lilith lo tenía justo enfrente.
A veces se sorprendía mirándolo sin darse cuenta.
Era como si el espejo exigiera atención, como si no soportara pasar desapercibido.
Apuntó en el libro de turno: Noche tranquila. Sin novedad. Climatización a 23 °C.
Luego se recostó en la silla y cerró los ojos unos segundos.
Escuchó el zumbido leve del aire acondicionado, el eco del ascensor, el clic ocasional de una puerta lejana.
A esa hora, los hoteles tienen vida propia: los muebles crujen, los ascensores respiran, los pasillos se alargan más de lo que deberían.
No tenía miedo. Aún no.
Solo esa sensación extraña de que el entorno había cambiado de ritmo, como si el Barbios respirara con ella, marcando el pulso de la noche.
Todo estaba en orden.
Por ahora.
01:22 — Luz ajena
El reloj marcaba la 01:22.
Lilith giró la muñeca y comprobó la hora por tercera vez, como si al hacerlo mantuviera el orden del mundo.
A esa hora, los segundos parecían más largos, el aire más quieto.
El vestíbulo respiraba en un silencio absoluto que no pertenecía del todo a la noche, sino al edificio mismo... a su edad.
Había terminado de corregir los partes de viajeros en el sistema y estaba a punto de levantarse para estirar las piernas cuando lo notó: un leve resplandor que no pertenecía a ninguna lámpara.
No fue un destello, sino algo más constante, más orgánico; como una exhalación de luz.
Al principio pensó que era un reflejo del móvil o del monitor.
Movió la cabeza.
La luz seguía ahí.
Era suave, cálida... pero provenía de un lugar imposible: el interior del espejo.
La superficie parecía respirar con aquella claridad, un brillo débil, como si al otro lado hubiera una lámpara encendida en una habitación que no existía.
El hall real permanecía igual, tranquilo ,en silencio, pero la calma ya no le resultaba familiar.
Era ese tipo de quietud que anuncia un cambio, como la calma que precede a un temblor.
Lilith entrecerró los ojos.
El reflejo cambió sutilmente.
El mármol del suelo se volvió oscuro; las lámparas del techo, diferentes, más antiguas, con tulipas que ya no existían en el Barbios.
Y en el fondo, donde debería estar la entrada principal, apareció una chimenea apagada.
Las brasas muertas aún parecían rojas, como si acabaran de apagarse.
Un escalofrío le recorrió los brazos.
No era miedo todavía... solo esa incomodidad que sientes antes de que algo ocurra; ese instinto silencioso que el cuerpo entiende mucho antes que la mente.
Dejó la taza de café en la mesa sin mirar el líquido moverse.
El golpe leve de la porcelana sobre el mármol le sonó demasiado fuerte, casi irrespetuoso.
—Víctor, ¿me copias? —dijo, tocando el botón del transmisor.
Su voz sonó más baja de lo habitual, como si el aire del vestíbulo la absorbiera.
Por la radio llegó un murmullo antes de la respuesta.
—Te copio, Lilith. ¿Todo bien? —respondió él, con tono distraído.
—Sí… todo tranquilo.
—Estoy en el -1, revisando las calderas. Un sensor se disparó, pero ya lo tengo controlado.
—Recibido.
Soltó la radio. No sabía cómo explicarlo.
No podía decirle: “el espejo está encendido”.
Cualquier palabra habría sonado a locura.
Y, sin embargo, no era solo una ilusión.
Esa luz tenía presencia.
La claridad dentro del espejo aumentó apenas un tono, y la superficie se oscureció después, como si el cristal fuera una cortina que se movía por dentro.
Apareció una habitación nítida, antigua, como una fotografía demasiado real: molduras altas, cortinas pesadas, el brillo apagado de un candelabro.
Editado: 26.10.2025