El espejo era una pieza hermosa y misteriosa. El marco, tallado en bronce envejecido, mostraba serpientes entrelazadas, un símbolo común en la medicina, pero que, en ese objeto, parecían moverse con vida propia. Charles recordaba haber visto a su padre realizar el mismo ritual: siempre miraba el espejo antes de salir a trabajar, concentrado, como si buscara algo más allá de su simple reflejo.
René Beaumont, fallecido hacía diez años, había sido un cirujano implacable y brillante. Sin embargo, había algo en él que perturbaba a su hijo. René nunca mostraba emociones, nunca hablaba de sus miedos o inseguridades.“Un cirujano no puede permitirse dudas”, solía decir, y esas palabras habían calado hondo en Charles.
Desde que heredó el espejo, Charles sintió una presencia extraña, como si ese objeto contuviera más de lo que parecía. Algunas noches, después de largas y agotadoras,cirugías, al mirarse en él, Charles creía ver su rostro distorsionado, como si el reflejo no fuera del todo suyo.