A partir de esa noche, algo cambió en Charles. En lugar de huir de sus miedos, comenzó a enfrentarlos. Empezó a aceptar que el camino de la medicina no era lineal, que los errores formaban parte de la profesión. Cada operación se convirtió en una oportunidad no solo para salvar una vida, sino para aprender algo nuevo sobre sí mismo.
El espejo seguía siendo su compañero silencioso, pero ya no le temía. Ahora lo veía como un recordatorio de que la verdadera perfección no estaba en la ausencia de errores, sino en la capacidad de superarlos. Y, con el tiempo, el doctor Charles Beaumont se convirtió en un cirujano aún más hábil, pero, sobre todo, en un hombre más completo.
Había aprendido que el espejo no reflejaba solo su imagen, sino su alma. Y ahora, su alma estaba en paz.