Llevo ya días notando una calma atemorizante en la ciudad. Quizá era mi propio agobio ante la perspectiva de un hijo adolescente azotando puertas y murmurando quejas, quizá era la sensación, cada vez más aguda, que algo extraño se estaba engullendo a la ciudad desde sus entrañas.
Despierto, me visto, como un poco de pan, me miro en el espejo del pasillo, y me retiro a mi trabajo. La magnitud de mis pensamientos sombríos es atemperada por la magia de la tecnología. Bendita internet. Recorro la ciudad con los audífonos puestos, y no me los quito durante mi jornada laboral, ni siquiera cuando observo que mis compañeros se arremolinan alrededor de un televisor, ni cuando algunos de ellos parece verse sorprendidos.
Percibo en el ambiente una falla en su tranquilidad cotidiana, pero como hija del siglo XXI subo el volumen de mi música e intensifico los mensajes que le envío a mi hermana en otro país.
Pregunta por mí, y por los últimos sucesos acontecidos en la ciudad. Dice que un amigo en común le habló de calles cerradas y la súbita aparición de personas cubierta con impenetrables trajes blancos. Yo replico que no he sabido absolutamente nada, y de esto no miento.
Mi compañera recibe una llamada, y se retira. Luego otra, y otra más. No sería la primera vez que en esta oficina se produce una histeria colectiva, como aquella vez que todos huyeron despavoridos por un supuesto incendio que resultó ser un cigarro mal apagado. Yo por mi cuenta minimizo las imágenes de un auto quemado en la ciudad, y me concentro en las fotografías de prendas de una tienda on-line.
El jefe aparece, y pide que cerremos todo y nos retiremos a nuestra casa. Solo entonces me sudan las manos y el miedo se asienta como una piedra en la garganta.
Subo a mi auto, y manejo por las calles custodiadas por autos policíacos en total silencio.
Se me ocurre de pronto que llevo demasiado tiempo así, sin manejar desprovista de música y llamadas entrantes. Los sentidos se despiertan como después de un largo sueño. Escucho la grava crujiendo, siento el desliz de mis dedos sobre el volante, veo el brillo de las luces en las patrullas, y el olor a lavanda que impregna mi auto. Escucho sobre todo la tranquilidad del momento: clara y lisa.
Al llegar a casa, lo primero que hago es guardar mis audífonos; no pretendo usarlos en toda la noche, después de este corto período de paz.
Veo frente a la puerta del cuarto de mi hijo una sustancia negra derramada, la toco: es viscosa y de un intenso olor que no alcanzo a describir, pero muy desagradable. Estoy a punto de interpelar a mi hijo, pero el celular suena y me veo en la necesidad de volver a la cocina.
Mi hermana me ruega por teléfono que asegure puertas y ventanas, y encienda el televisor, en ese orden. También pregunta si tengo suficiente comida y agua, y sobre todo, me pide que no salga.
Un grito me distrae: por la ventana observo un auto con las puertas abiertas, sin ningún tripulante, pero una marca en el pavimento que se extiende hasta detrás de las llantas.
Enciendo la televisión, donde las imágenes se vuelcan unas sobre otras con intensidad. En un mercado, numerosas personas huyen, pero una de ellas es atrapada por una forma irreconocible; en otra, dos familias pelean por un auto mientras miran constantemente sobre sus hombros hacia un callejón, y en la última, una mujer transmite su huida por las escaleras de algo que se asemeja a un humano.
Congelan esta última escena, y entre las sombras logran extraer una figura humana, con los ojos en blanco, la ropa rasgada y jirones de carne entre los dientes.
Doy un paso atrás mientras el televisor anuncia un período de contingencia en la ciudad. Hablan de una epidemia, de una enfermedad contagiosa y violenta. "Violenta" es una palabra amable. Dicen que enloquece a sus víctimas y los llena de un hambre intensa.
Corro hacia la puerta y reviso que esté cerrada. Luego las ventanas, y por último, llamo a mi hijo que está en su cuarto.
Hago cuentas de cuánta comida tenemos. No es mucha, pero podemos racionarla. Pienso en medicinas y artículos de higiene. Pienso en que podemos mover varios muebles para fortalecer la puerta.
Pienso por último en la mancha viscosa en el pasillo. Me llama la atención cuando una mancha similar aparece en el televisor. Me acerco a la imagen, y el mundo se congela cuando comparo sus características.
En el silencio se escucha el chillido de su puerta al abrirse.
En la pantalla bajo la mancha aparecen las siguientes palabras:
"Primer indicio de la enfermedad".
Me acerco con pasos lentos a su puerta, que se balancea dejando entrever su cuerpo encorvado y sus manos contraídas a los lados.
Mi hijo abre la puerta.
Pero eso ya no es mi hijo.
En el espejo del pasillo distingo el reflejo del miedo.
FIN