Llegué a su departamento empapada y temblando; afuera se desataba una tormenta, y dentro de mí también.
—¿Qué pasó?... ¡Eh! ¿Me escuchas?... Violeta, ¡reacciona, por favor!... —me sacudió.
Volví en sí, y la vi; pálida, aterrorizada, ante lo que tenía en frente. Y no era para menos. Yo era un caos. La nariz me sangraba, tenía la ropa medio puesta y había perdido una de mis sandalias en el camino. Pero eso era lo de menos. Lo más aterrador pasaba dentro. En mi cabeza. En mi corazón. Donde nadie podía tocar, pero dolía mucho.
—Eh… —la miré, pero yo no estaba allí; me había perdido en alguna parte del camino y no me encontraba—. Él… Me violaron —confesé.
—¿Qué? —retrocedió.
Estaba dentro de una pesadilla; una pesadilla que se había hecho realidad.
Ahora estaba a salvo, pero sentía que él continuaba allí. Conmigo. Delante de mí. Encima de mí. Besándome con su asquerosa boca, obligándome a abrir las piernas, a chupar su…
—¡Qué me violaron! —estallé—. ¡¿No escuchaste?! ¡Me violaron!
Tiré de mis cabellos y grité tantas veces como necesité, arrojando al suelo cuanto había a mi alcance.
Cuando me detuve, nos invadió el silencio, una aparente y engañosa calma, que dio paso a las náuseas.
Corrí al baño y vomité. No sé cuántas veces, pero lo hice, y luego sentí unas manos sobre mis hombros.
Pegué un brinco, pero cuando vi que era ella, la abracé, y como un estanque que se necesita vaciar, me desborde en llanto.
Ella me consoló cuanto pudo sin hacer más preguntas que las necesarias y me limpio la sangre de la nariz.
Después, le pedí que me dejara a solas para ducharme, y ella accedió.
Quise quitarme la ropa de un tirón, pero no pude. Dolía, como si hubieran martillado todos mis músculos, como si hubieran fracturado todos mis huesos. Dolía tanto, que quitarme la ropa fue un verdadero suplicio.
—Violeta, ¿necesitas ayuda? —preguntó desde el pasillo.
—Estoy bien.
Cuando por fin entré a la ducha, sentí alivio, pero fue un alivio momentáneo; fugaz, que se mezcló con mucho asco. Asco de él. De mí… Empecé a estregarme con fuerza, quería arrancármelo de la piel, pero se había adherido como un maldito tatuaje que tendría que ver por el resto de mi vida.
Salí impecable de la ducha, pero sintiéndome tan sucia, y con un sentimiento de vacío y soledad, como si hubiera perdido a alguien. Y lo había hecho. Me había perdido a mí misma, y no sabía si sería capaz de reencontrarme.
—¿Quien fue? —preguntó ella.
Una sensación de terror me invadió, por un momento creí que él continuaba allí y en medio de gritos, le rogué que parara, que me lastimaba. Ella no se detuvo. Insistió en que lo dijera. Y lo dije, solté su maldito y asqueroso nombre.
A continuación, caí de rodillas, buscando una explicación.
¿Por qué a mí?
Pero no hubo respuesta.
Supongo que todos pasamos por un antes y un después en nuestra vida. Y este fue el mío.
Ese fue mi principio y mi final, o eso creí yo.