El esposo sustituto

CAPITULO 4:

Había sido un mes muy largo. Stefan se preparaba para ir al médico a realizar los chequeos de siempre. Aunque odiaba admitirlo, había una parte de él que agradecía esa atención constante. Sus padres no eran el prototipo de perfección, pero se preocupaban por él a su manera. Mientras Falcon planificaba cada visita al detalle, Evans se aseguraba de que esas citas no fueran opcionales.

En un mundo donde el segundo género tenía un peso incluso mayor que el primero al definir las jerarquías sociales, económicas y personales, ser un Omega implicaba caminar sobre una cuerda floja entre el privilegio y la vulnerabilidad. Stefan representaba una excepción notable, pero eso no significaba que estuviera exento de las etiquetas y los prejuicios.

Con solo el 5% de la población clasificada como Omega, él no solo era una rareza, sino también un símbolo de algo más grande. Su nacimiento había sido considerado poco menos que un milagro, una bendición inesperada para una familia de alfas dominantes, la familia Falcon-Evans. Su llegada al mundo había sido celebrada con tanta intensidad que pronto se convirtió en el centro de atención. La sociedad lo observaba, lo juzgaba, y lo alababa en partes iguales, proyectando sobre él una mezcla de idealización y curiosidad malsana.

El automóvil negro se detuvo frente a la clínica privada, un edificio imponente con paredes de cristal que reflejaban el cielo gris de la mañana. Stefan suspiró, ajustando el cuello de su abrigo mientras bajaba. Lentes negros decoraban su rostro pálido, que evidenciaban cansancio. Evans lo esperaba junto a la puerta, su postura rígida y su expresión inescrutable.

—Llegas justo a tiempo —dijo Evans. Desde hace un tiempo, un ambiente distinto entre ambos impedía incluso la existencia de una conversación casual—. No hagamos esperar al doctor.

Evans esperó una respuesta que jamás llegó. Stefan pasó de largo con una expresión plana y sin vida.

El ambiente en la clínica era puro, casi asfixiante en su perfección. La recepcionista sonrió con la eficiencia de alguien acostumbrado a recibir clientes de alto perfil. Stefan cruzó los pasillos con la cabeza en alto, como siempre, pero internamente una sensación de inquietud lo acompañaba. Los chequeos regulares no eran algo que disfrutara. Recordaban, con brutalidad, las limitaciones de su cuerpo, algo que su espíritu rebelde nunca aceptaría del todo.

Cuando entró en el consultorio, una voz familiar lo recibió.

—Justo a tiempo, como siempre —dijo el doctor Gregory, un beta de mediana edad con una actitud relajada, cuya voz parecía tener el poder de calmar incluso los nervios más tensos.

Stefan no pudo evitar una chispa en su semblante. Sus labios se curvaron en una sonrisa genuina, un gesto que rara vez mostraba sin una dosis de ironía o cálculo. Gregory siempre había tenido la habilidad de otorgar a Stefan la sensación de asistencia sin sentirse juzgado.

Evans, en cambio, permaneció inmóvil a mitad del pasillo, observando la escena con una mirada que contenía más que simple desaprobación. Durante años había intentado ser la figura sólida que Stefan necesitaba, el pilar que lo mantuviera erguido en un mundo que no tenía piedad con los de su clase, tanto criarlo como atesorarlo, había sido algo que él había escogido. Y en ese momento, comprendió algo que lo atravesó con una punzada incómoda: había roto con toda la confianza que alguna vez disfrutó dentro del corazón de su único hijo.

—Oh, señor. No lo había visto. Ha pasado mucho tiempo —dijo Gregory al notar a Evans, elevando una mano en un saludo cortés.

Evans respondió con un asentimiento rígido, sus ojos evitando cualquier contacto directo con los de Gregory. Era un movimiento medido, calculado, como si al evitar la interacción pudiera mantener intacta su autoridad.

—¿Es cómo quieres actuar? —fue todo lo que dijo antes de darse la vuelta y desaparecer por el pasillo, su paso firme resonando en el suelo como un recordatorio de su desaprobación muda.

El silencio que siguió fue incómodo, pero Gregory, con su habitual destreza para suavizar situaciones, rompió la tensión.

—¿Listo para empezar? —preguntó, dirigiendo su atención de vuelta a Stefan, como si nada hubiera ocurrido.

—Siempre estoy listo para ti —respondió Stefan, mientras se quitaba la camiseta y se vestía con la bata blanca colgada en un pequeño perchero.

Gregory negó con la cabeza, acostumbrado a los comentarios descarados de Stefan, pero en sus ojos se asomaba una calidez que hablaba de años de confiabilidad mutua.

El chequeo transcurrió con normalidad. Gregory repasó las constantes de Stefan mientras mantenían una conversación ligera sobre trivialidades. Mientras iba de uno a otro examen, Gregory tomó un descanso, cerró la carpeta con las notas del chequeo y se cruzó de brazos, mirando a Stefan con un brillo curioso en los ojos.

—Sabes que puedes hablar conmigo si hay algo que te preocupa, ¿verdad?

La sonrisa de Stefan vaciló un segundo antes de regresar, aunque más débil. Estaba cómodo. La colchoneta en la que estaba placenteramente relajado ayudaban mucho a su humor.

—¿Preocuparme? ¿Yo? Gregory, me ofendes. —era una mentira descarada. Stefan sabía muy bien que las noticias llegaban tan rápido como la corriente de un frenético río y formaban el desastre de un huracán.

—Stefan... —Gregory adoptó un tono más serio, su voz bajando ligeramente.

Pero no quiso presionarlo más, aunque tenía la habilidad de leer a las personas. Continuó con su enfoque habitual, tomando notas meticulosas mientras Stefan desviaba la mirada hacia la ventana, aparentemente aburrido, aunque su mente vagaba en un lugar incierto.

Cuando el doctor terminó, se levantó con su carpeta en mano y caminó hacia la puerta. Al abrirla, sus ojos se encontraron con una figura en el pasillo: alta, seria, con una presencia inconfundible. Gregory no dijo nada. Sus cejas se alzaron levemente en señal de sorpresa antes de retirarse por el pasillo, dejando a Stefan solo en el consultorio.




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