El invierno envuelve al pueblo en un sudario de niebla, y las colinas, antes teñidas de rojo otoñal, ahora se ahogan en un frío que huele a tierra mojada y secretos. El pueblo, atrapado entre el dinero de los forasteros y el terror de las desapariciones, ya no confía en sus propios ojos. Clara Moretti, la alcaldesa, siente el amor por Il Viandante como una cadena invisible, mientras su plan de vender villas abandonadas para salvar al pueblo de la bancarrota se desmorona bajo el escrutinio internacional. Las desapariciones —cinco mujeres locales, una alemana, una estadounidense— han atraído a policías de Florencia, Berlín e Interpol, que registran cada olivo, cada villa, cada rincón del río Arno donde Il Viandante pesca con esa precisión ritual. Pero las pistas se disuelven como la niebla, y los entes extraños, con sus ojos de brasa, se burlan de los vivos, apareciendo en los espejos de las villas nuevas, en los jardines donde Il Viandante poda sus rosas negras y jazmines imposibles.
Valérie Dubois, desde su finca contigua a la villa de Il Viandante, vive en un insomnio que la carcome. Su mente, afilada por años en la fiscalía de París, no descansa, pero ahora es más que su instinto de investigadora lo que la mantiene despierta. Siente a Antoine, su exesposo, en cada sombra, en cada crujido de su finca. No lo ve, pero su presencia la persigue: un roce en el aire, un susurro que no explica, como si él estuviera atrapado en el mismo limbo que las mujeres desaparecidas. Valérie, que amó a Antoine con una pasión sincera y profunda antes de su desaparición hace tres años, y que luego fue traicionada por un amante en París, lleva el corazón magullado, pero también un peso oscuro: Antoine se esfumó sin dejar rastro, y ella nunca creyó las excusas de la fiscalía. Ahora, en la Toscana, siente entes que no puede ver —una presión en el pecho, un frío que no viene del invierno— y el impulso de contárselo a alguien la consume. Mira hacia la villa de Il Viandante, su vecino, con su belleza que desarma y su carisma que envuelve. Él, con sus palabras que parecen leerla, podría entenderla. Pero, ¿cómo acercarse a un hombre que ella cree un espía? Cada vez que él la mira, podando sus jazmines bajo la luna o pescando en el Arno, Valérie siente una invitación que no quiere aceptar. “Sé que escondes algo”, le dijo una vez, pero ahora, con Antoine persiguiéndola en las sombras, no sabe cómo abrir esa puerta sin caer en su juego.
Valérie no solo sospecha de Il Viandante; empieza a hilar su pasado. En los archivos del ayuntamiento, entre los nombres de los Corsini que se desvanecieron en una noche sin luna, encuentra ecos de Florencia, de un linaje que se cruza con los Machiavelli. ¿Podría Il Viandante ser un descendiente directo de Niccolò Machiavelli, el creador de El arte de la guerra? Su inteligencia, su habilidad para manipular con palabras, su genio arquitectónico que transforma ruinas en templos, todo encaja. Pero no es solo su mente lo que la intriga; su belleza, casi sobrenatural, la descoloca. Valérie, con su corazón herido, rechaza sus insinuaciones, pero no puede negar que él es un enigma que quiere descifrar. Sospecha que él y Clara, la alcaldesa, podrían ser socios, fingiendo ser extraños. Las miradas que intercambian en la plaza, el apoyo de Clara a su candidatura a la alcaldía, parecen demasiado calculadas. Valérie, atraída por el thrill de la verdad, le lanza una oferta velada una noche, mientras él camina entre los olivos: “Si tienes un plan, quiero saberlo. Tal vez podamos entendernos”. No es amor, sino la necesidad de saber si él es el espía que conecta las desapariciones con su propio pasado.
La investigación internacional se cierra como una soga. Los policías, confundiendo a Il Viandante con un comprador de villas por sus planos arquitectónicos y su linaje Corsini, lo interrogan sin piedad. Valérie, señalada como sospechosa por sus notas detalladas sobre él, enfrenta el mismo escrutinio. Los investigadores encuentran sus escritos: páginas llenas de observaciones sobre sus caminatas, su pesca, su obsesión con las flores, y una teoría que lo vincula a los Machiavelli. “Es un espía”, escribe, pero sin pruebas. Los policías, divididos entre países, no saben si son aliados o enemigos. Clara, desesperada por proteger a Il Viandante, defiende sus diseños para un nuevo ayuntamiento, pero las sospechas de Valérie la hacen dudar. ¿Se conocían antes? ¿Es su amor una fachada? Los entes, con sus ojos de brasa, se multiplican, apareciendo en los espejos de las villas, en los jardines donde Il Viandante cuida sus rosas negras. Un comerciante francés jura que una sombra lo siguió, sosteniendo algo que gemía como un lamento roto.
En la villa de Il Viandante, la sala sellada tras tablas guarda el corazón de su maldición. El altar —un espejo rajado que refleja rostros que no son el suyo, un cuchillo de plata manchado de algo que no es sangre, un libro en blanco que él lee como si contuviera su vida— es un portal. Las mujeres desaparecidas no están muertas, sino atrapadas en un reflejo del plano que lo condena, un lugar donde las llamas del arrepentimiento no las tocan, pero tampoco las liberan. Cada una fue un intento fallido de romper su ciclo, un sacrificio que Il Viandante no eligió pero que paga con cada purificación. Hace siglos, un destino sellado por un acto fallido lo condenó a una existencia errante, su alma atrapada en un ciclo donde las llamas del arrepentimiento la forjan para un nuevo cuerpo. Cada renacimiento le roba un fragmento de su poder, ese poder que lo hizo líder de pueblos, desde los mercados de Constantinopla, donde sus susurros encendieron una revuelta, hasta las selvas de las Américas, donde sus traiciones dibujaron fronteras que aún sangran. En Florencia, como Corsini, diseñó palacios que desafían el tiempo, y quizás, como un eco de Machiavelli, tejió estrategias que cambiaron el mundo. Ahora, en 1990, su fuerza es un susurro, y las llamas lo llaman con un hambre voraz.
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Editado: 23.05.2025