El eterno traidor

Capítulo 4

El ambiente en el pueblo es un puñal de hielo que se clava en los huesos, y la niebla envuelve los olivos como un sudario que esconde los pecados del pueblo. Siete mujeres —cinco locales, una alemana, una estadounidense— se han desvanecido, sus nombres susurrados en tabernas como una maldición. Policías de Florencia, Berlín e Interpol revuelven cada sendero, cada villa, el río Arno donde Il Viandante pesca con una precisión que parece un rito. Los entes, con ojos de brasa, acechan en los espejos de las villas nuevas, sus lamentos un filo que corta la noche. Clara Moretti, la alcaldesa, sostiene al pueblo al borde de la quiebra con sus ventas de villas, pero el dinero huele a desgracia. Su amor por Il Viandante es un fuego que la quema, un amor puro que la ancla tras la cena donde, borracha, confesó su necesidad de amar, y él, con una ternura inesperada, la llevó a su cama sin tocarla, murmurando que podría “matarla de amor”. Il Viandante, con su belleza que hiere y su carisma que hechiza, sigue prometiendo un futuro sin sombras, su candidatura a la alcaldía tambaleándose entre la fe y el miedo.

Ethan Caldwell, el pintor estadounidense hospedado en una pensión, siente un escalofrío que no explica el frío. Sus lienzos, llenos de olivos torcidos y espejos que reflejan entes, han capturado algo que el pueblo no quiere nombrar. Pero ahora, Ethan nota sombras que lo siguen: pasos que se detienen cuando él gira, una silueta que se pierde en la niebla. Al principio lo achaca a los nervios, pero tras pintar en la plaza, un hombre de traje lo observa desde una esquina, su mirada fija como la de los entes. Ethan, con su cuaderno lleno de rostros, empieza a dibujar a sus perseguidores, sus trazos febriles capturando figuras que no son del todo humanas. Su arte, expuesto en la taberna, inquieta a los locales, y Clara, al verlo, palidece: los entes de Ethan son demasiado parecidos a los que rondan la villa de Il Viandante. Su curiosidad lo lleva a cruzarse con Valérie, cuya intensidad lo atrae, y con Il Viandante, cuya presencia lo paraliza. Pero lo que vio en el altar —el espejo rajado, el cuchillo vibrante, el libro en blanco— lo ha marcado, y sus pinturas, ahora más oscuras, son un grito que nadie escucha.

Valérie Dubois está al borde del colapso. La presencia de Antoine, su exesposo desaparecido, la acosa en cada sombra, cada crujido, mientras los entes invisibles —un frío que muerde, un peso que la asfixia— la arrastran a la locura. Su obsesión por Il Viandante es un incendio que no apaga: lo espía podando sus rosas negras, su figura esculpida despertando un deseo que la quema, pero el odio por Antoine y su amante traidor la frena. Su investigación, que vincula a Il Viandante con los Machiavelli, la ha convertido en blanco de los investigadores. Interpol, con nuevos datos de París, la acusa de estar vinculada a la muerte de Antoine, cuya desaparición nunca se resolvió. Los policías registran su finca, encuentran sus notas sobre Il Viandante —“es un espía, un heredero de Niccolò”— y la interrogan sin piedad. Valérie, con los ojos hundidos, niega todo, pero el espejo del altar, que mostró el rostro de Antoine, la persigue. ¿Lo mató ella? ¿O es Il Viandante el culpable? Su deseo de encamarse con él, de rendirse a su abrazo, choca con su miedo, y una noche, al verlo en la plaza, murmura: “Si eres el diablo, que me queme contigo.”

Un nuevo personaje irrumpe en el pueblo: Lorenzo Corsini, un italiano de unos cuarenta años, con el rostro curtido y los ojos encendidos por una misión. Afirma ser el verdadero descendiente de la familia Corsini, cuya villa habita Il Viandante. Lorenzo, que vive en Roma, vio fotos de la villa en un artículo sobre las ventas de Clara, publicadas por un periodista extranjero. Las imágenes, con los jazmines imposibles y las rosas negras, lo golpearon como un recuerdo robado. Llega al ayuntamiento, exigiendo su herencia. Clara, agotada, le explica que investigó a los herederos y no encontró a nadie, que la villa fue vendida legalmente. “Es tarde, señor Corsini”, dice, su voz temblando. Pero Lorenzo se aferra, mostrando documentos polvorientos que trazan su linaje hasta los Corsini que se desvanecieron en una noche sin luna. “Esa casa es mía”, insiste, “y ese hombre no es quien dice ser.” Su llegada enciende rumores: ¿es Il Viandante un impostor? ¿O es Lorenzo el que miente? Clara, dividida entre su amor y su deber, promete investigarlo, pero su corazón teme lo que podría encontrar.

El altar en la villa de Il Viandante es un vórtice de sombras. El espejo rajado refleja rostros imposibles —las mujeres desaparecidas, Antoine, ecos que podrían ser Niccolò Machiavelli—, un portal a un plano donde las llamas del arrepentimiento las atrapan. El cuchillo de plata, manchado de algo que no es sangre, vibra con los lamentos de los entes. El libro en blanco, su condena, respira con cada paso que Il Viandante da. Su maldición, sellada por un error hace siglos, lo obliga a renacer, cada cuerpo más frágil, su poder desvaneciéndose. Fue líder en Constantinopla, en las Américas, en Florencia, donde sus palacios y estrategias moldearon destinos. Ahora, su fuerza es un susurro, y las llamas lo reclaman. Las mujeres atrapadas son un sacrificio fallido para romper su ciclo, y Clara, con su amor puro, está demasiado cerca del fuego.

Los investigadores, con Valérie en la mira, aprietan el cerco. Il Viandante, confundido con un comprador por sus planos, enfrenta interrogatorios que cuestionan su identidad. Lorenzo’s arrival complica todo: si es el verdadero Corsini, ¿quién es Il Viandante? Ethan, seguido por sombras, pinta con una urgencia que asusta, sus lienzos mostrando entes que los policías empiezan a notar. Clara, defendiendo a Il Viandante, muestra sus diseños arquitectónicos, pero la duda crece tras la confesión de Lorenzo. El pueblo, al borde del caos, habla de linchar a Il Viandante, pero Clara, con el corazón destrozado, lo protege. Valérie, atrapada entre el deseo y el miedo, regresa al altar, el espejo mostrándole su rostro junto al de Antoine. Ethan, con un lienzo que sangra sombras, sabe que ha visto algo que no puede explicar. Lorenzo, aferrado a su verdad, jura reclamar la villa. Las llamas de la maldición rugen, el altar canta, y los secretos del pueblo están a punto de estallar. En esta tierra de olivos y traiciones, el amor de Clara es un faro que titila, la obsesión de Valérie es un abismo que la devora, y la verdad, un veneno que podría consumirlos a todos.




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