Las colinas, alguna vez bañadas en oro otoñal, ahora son un cementerio de sombras, sus contornos borrosos bajo un cielo que no conoce el sol. El pueblo respira con un jadeo enfermo, atrapado entre el dinero sucio de las villas vendidas y el terror de siete mujeres desaparecidas —cinco locales, una alemana, una estadounidense— cuyos nombres se clavan como espinas en la memoria. Los entes, con ojos de brasa que arden en la oscuridad, acechan en los espejos de las villas nuevas, sus lamentos un coro que rasga la noche, un eco que parece susurrar el nombre de Il Viandante. Las calles, adoquinadas y húmedas, reflejan las luces temblorosas de las farolas, y cada paso resuena como una sentencia. Policías de Florencia, Berlín e Interpol patrullan con rostros duros, sus linternas cortando la niebla mientras registran los senderos, los jardines, el río Arno, donde las aguas negras guardan secretos que no quieren contar. El pueblo, al borde del colapso, huele a miedo, a traición, a una verdad que está a punto de estallar.
Il Viandante, desenmascarado como impostor, siente el cerco cerrándose como una garra. La villa Corsini, que ocupó con la audacia de un ladrón y la gracia de un rey, ya no es un refugio, sino una jaula. Clara Moretti, la alcaldesa, descubrió su mentira en los archivos polvorientos del ayuntamiento: un hombre sin nombre que llegó con planos arquitectónicos y un carisma que hechizó al pueblo, haciéndose pasar por un Corsini. Lorenzo Corsini, el hombre que reclama la villa como heredero legítimo, ha encendido una tormenta, pero su propia oscuridad —implicado como el asesino de las mujeres por pruebas halladas en su habitación— lo ha puesto en una celda. Valérie Dubois, obsesionada con Il Viandante, está bajo el ojo de Interpol, acusada de la muerte de su exesposo Antoine. Ethan Caldwell, el pintor estadounidense, pinta lienzos que gritan verdades que no puede explicar, seguido por sombras que lo acechan en la niebla. Y Clara, con su amor roto pero aún latiendo, enfrenta la amenaza de prisión si no demuestra que sus ventas de villas fueron legales. En este caos, Il Viandante ve una grieta, una oportunidad para huir, un instante donde el pueblo, distraído por sus propios demonios, podría dejarlo escapar.
La atmósfera en la villa es un cuadro de pesadilla. Las paredes de piedra, frías como tumbas, parecen susurrar bajo el peso de siglos de secretos. Los jazmines, que florecen contra natura en el jardín, despiden un aroma dulzón que marea, mezclado con el olor acre de las rosas negras que Il Viandante poda con una obsesión que roza la locura. La sala sellada, donde el altar respira, es un vórtice de sombras: el espejo rajado refleja rostros que no deberían existir —las mujeres desaparecidas, Antoine, ecos de un pasado que lo persigue—, el cuchillo de plata vibra con un lamento que corta el aire, y el libro en blanco, su condena eterna, parece latir como un corazón moribundo. Afuera, la niebla es tan espesa que borra los contornos del mundo, y el silencio, roto solo por el crujido de las ramas y el murmullo del Arno, es un cómplice perfecto. Il Viandante camina por la villa, sus pasos lentos, deliberados, como si midiera el tiempo que le queda. Sus manos, que alguna vez diseñaron palacios en Florencia, acarician las paredes, despidiéndose. Sus ojos, que han doblegado pueblos desde Constantinopla hasta las Américas, escudriñan la niebla, buscando el momento.
Esa noche, el pueblo está fracturado. Una tormenta eléctrica se gesta en el horizonte, relámpagos iluminando las colinas como si el cielo quisiera confesar. En la plaza, los locales se amontonan en la taberna, sus voces un rugido de ira y miedo. Lorenzo, esposado en una celda en Florencia, es el nuevo chivo expiatorio: fotos de las mujeres, recortes y un cuchillo lo señalan como el asesino, pero su mirada, al ser interrogado, tiene un brillo que desconcierta. Clara, en el ayuntamiento, revisa archivos hasta que sus ojos arden, buscando pruebas que la liberen de la prisión que la acecha. Sus manos tiemblan al encontrar un documento que confirma que la villa nunca tuvo un heredero claro, pero también que Il Viandante no es Corsini. Su amor, que la sostuvo en aquella cena donde confesó su necesidad de amar, se quiebra bajo el peso de la traición. Sin embargo, no puede entregarlo, no aún. Valérie, en su finca, está al borde de la locura, sintiendo a Antoine en cada sombra, los entes apretándole el pecho. Su obsesión por Il Viandante la lleva a espiarlo, y al verlo caminar por la villa, su deseo de rendirse a él choca con el miedo de que sea el diablo. Ethan, pintando en su pensión, siente las sombras que lo siguen más cerca, sus lienzos mostrando rostros que coinciden con las desaparecidas, y un policía de Berlín, fascinado por su arte, lo presiona para que hable.
Il Viandante percibe la oportunidad en el caos. Los policías, distraídos por Lorenzo y Valérie, han aflojado la vigilancia sobre la villa. La niebla, espesa como una cortina, oculta los caminos que llevan al norte, hacia las montañas donde podría desaparecer. Su candidatura a la alcaldía, ahora en ruinas, ya no lo ata al pueblo. Sus pertenencias —un morral con monedas de oro antiguas, un cuaderno con planos que nunca compartió, una daga que no es el cuchillo del altar— están listas. Pero el altar lo llama, su maldición un peso que no puede dejar atrás. Hace siglos, un error lo condenó a renacer, cada cuerpo más débil, su poder menguando. Fue líder en Constantinopla, en las Américas, en Florencia, donde sus estrategias, tal vez inspiradas por un eco de Machiavelli, moldearon el mundo. Las mujeres atrapadas en el plano de las llamas son un sacrificio fallido para romper su ciclo, y su culpa, un veneno que lo carcome. Mira el espejo del altar, viendo a Clara, a la mujer que amó en otra vida, y por un instante, duda. ¿Huir, o quedarse y enfrentar las llamas?
La tormenta estalla, truenos sacudiendo la villa como si el cielo quisiera derribarla. La niebla se arremolina, y Il Viandante, con el morral al hombro, sale al jardín. Los jazmines brillan bajo la lluvia, las rosas negras gotean como sangre. Un relámpago ilumina su rostro, su belleza inhumana cortada por una sombra de cansancio. El Arno, a lo lejos, ruge, prometiendo un camino oculto. Pero Valérie, escondida tras un olivo, lo ve, su corazón latiendo con deseo y odio. Ethan, huyendo de las sombras que lo persiguen, tropieza cerca de la villa, su lienzo empapado mostrando un ente que parece señalarlo. Clara, en el ayuntamiento, sostiene un documento que podría salvarla, pero su amor la detiene. Los policías, divididos entre Lorenzo y Valérie, no ven a Il Viandante deslizarse hacia la niebla. El altar, en la sala sellada, tiembla, los lamentos de las mujeres un grito que nadie escucha. En esta tierra de olivos y traiciones, el amor de Clara es un faro que se apaga, la obsesión de Valérie es un incendio que la consume, y Il Viandante, al borde de la fuga, sabe que la verdad es un veneno que podría devorarlos a todos.
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Editado: 23.05.2025