El eterno traidor

Capítulo 6

La primavera de 1991, es un campo de cicatrices bajo un sol que no calienta. Los olivos, testigos de un invierno de terror, se alzan como espectros en las colinas, y el pueblo, fracturado por la pérdida, respira con un jadeo roto. Siete mujeres —cinco locales, una alemana, una estadounidense— siguen desaparecidas, sus nombres grabados en la memoria como un lamento. Los entes con ojos de brasa aún rondan los espejos de las villas nuevas, sus gemidos un eco que no se apaga. Clara Moretti, la alcaldesa, camina por la plaza con el alma hecha pedazos. Il Viandante, el hombre que amó con un fuego que la consumió, se desvaneció en la tormenta de aquella noche, dejando solo el perfume de sus rosas negras y el peso de su ausencia. Clara había encontrado la solución: un documento que probaba la legalidad de las ventas de la villa Corsini, salvándola de la prisión, y una carta antigua que sugería que las desapariciones no eran obra de Il Viandante, sino de algo atado al altar. Quería defenderlo, gritar su amor al pueblo que lo juzgó, pero él huyó, y el dolor la carcome como un ácido que no perdona. Cada noche, en el ayuntamiento, revisa archivos polvorientos, buscando una pista de su destino, mientras su candidatura a la alcaldía se derrumba y el pueblo murmura su derrota.

En la villa, ahora vacía, el altar sigue vivo: el espejo rajado refleja rostros que no deberían estar, el cuchillo de plata vibra con lamentos, el libro en blanco respira como un corazón maldito. Valérie Dubois, al borde de la locura, siente a Antoine en cada sombra, los entes apretándole el pecho. Su obsesión por Il Viandante la lleva a la sala sellada, donde el espejo muestra su rostro junto al de su exesposo, y su mente se quiebra. Los investigadores, que la acusan de su muerte, no le dan tregua. Ethan Caldwell, el pintor estadounidense, pinta con una urgencia que lo devora, sus lienzos capturando los entes y las mujeres desaparecidas. Las sombras que lo seguían han callado, pero un policía de Berlín lo presiona, intrigado por su arte que sabe demasiado. Lorenzo Corsini, en una celda en Florencia, grita que la villa lo maldijo, acusado de ser el asesino de las mujeres por pruebas que no convencen. El pueblo, al borde del caos, busca un culpable, pero la verdad sigue oculta, como la niebla que ya no regresa.

En la Ciudad de México, en el verano de 1991, los barrios de Tepito y La Merced son un laberinto de vida y sombra. El asfalto quema bajo un sol que no perdona, y el aire huele a tacos de canasta, incienso de iglesias y el sudor de los mercados. En Tepito, los puestos rebosan de fayuca, santos de plástico y veladoras que parpadean como ojos vigilantes. En La Merced, las calles se ahogan en el bullicio de vendedores, el aroma de chiles tostados y el eco de cumbias que retumban en las esquinas. Aquí, un hombre aparece, alto, con una belleza que detiene el tiempo. Se hace llamar Julián, pero su andar pausado, su forma de tocar las macetas de albahaca en los puestos, su mirada que lee el alma, recuerdan a Il Viandante. Los locatarios de Tepito, curtidos por la calle, lo miran con recelo, pero su carisma los desarma. Se instala en un cuarto encima de una vecindad en La Merced, donde el ruido de la ciudad no apaga el murmullo de su pasado. Dibuja planos de edificios que nunca construirá, sus trazos evocando los palacios de Florencia, y pasa las noches en un tejado, mirando las luces de la ciudad como si buscara una salida.

En este caos urbano aparece Sania, una mujer de unos treinta años, con el cabello negro como la noche y ojos que cortan como obsidiana. Sania es un huracán, dispuesta a todo, su presencia una chispa que enciende el aire. Dice ser descendiente de La Malinche, la mujer que navegó entre mundos y fue maldita por ellos. Lleva un conocimiento milenario, aprendido de sus antepasados en los tianguis de Tenochtitlán y los ríos de Veracruz: rituales para hablar con lo invisible, pactos con entidades que no tienen rostro. Pero su herencia es una maldición: las voces de los traicionados la persiguen, sus sueños arden con llamas que no consumen, y su piel lleva cicatrices que nadie explica. Sania reconoce a Julián al verlo en un puesto de La Merced, comprando hierbas con una precisión que no es de este mundo. Sabe quién es, no por rumores, sino por las visiones que la despiertan gritando: el altar toscano, el espejo rajado, las mujeres atrapadas, el cuchillo que canta. “Tú eres el que huye”, le dice una noche, en un callejón de Tepito donde la luz de un farol tiembla. Su voz es un filo, pero también un canto, cargada de un poder que hace que el aire pese.

El diálogo entre Sania y Julián es un duelo de almas, un torbellino de palabras que lo desarma. “Vi la Toscana en mis sueños”, comienza Sania, sus ojos fijos en él, como si pudiera ver sus siglos. “Vi tu villa, tus rosas negras, el espejo que guarda almas. Eres un hombre que no debería existir, un eco de algo que se rompió hace tiempo. ¿Cuántas veces has renacido? ¿Cuántas vidas has dejado en cenizas?” Julián, con la mirada de Il Viandante, intenta responder, pero su voz se quiebra. “No sabes de lo que hablas”, murmura, pero Sania lo interrumpe, acercándose, su aliento cálido contra el frío de la noche. “Sé que estás atado a un altar, que las mujeres no están muertas, sino atrapadas en un fuego que no las suelta. Sé que cargaste pueblos en Constantinopla, que dibujaste fronteras en las Américas, que tus palacios en Florencia aún respiran. Pero aquí, en este asfalto, no eres nada. ¿O sí, Julián? ¿Eres real, o solo un reflejo de lo que el espejo quiso salvar?”

Sus palabras son un veneno que se cuela en su alma. Sania sigue, implacable, su voz baja pero cargada de una fuerza que lo hace dudar de su existencia. “Mi sangre lleva la traición de La Malinche, y como tú, cargo una maldición. Las voces de los míos me hablan, me muestran tu altar, tu libro en blanco. Puedo romper tu ciclo, pero no gratis. Dime quién eres, no el nombre que robaste, sino el que te dieron las llamas.” Julián siente el peso de siglos, el recuerdo de Clara, de las mujeres atrapadas, de la villa que dejó atrás. “No soy nadie”, susurra, pero Sania sonríe, sus ojos brillando como los entes toscanos. “Eso es lo que quieres creer, pero no puedes huir de ti mismo. Cada paso que das, el altar te sigue. Y yo también. Dime tu verdad, o te haré enfrentar lo que eres: un hombre que no existe, un eco que se desvanece.” Por primera vez, Il Viandante siente que sus siglos podrían deshacerse, que Sania, con su conocimiento milenario y su maldición gemela, podría borrarlo con una palabra.




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