El sonido de la cafetera burbujeando impregnaba el departamento de Brooke con un aroma cálido y reconfortante. Mientras tanto, Samuel se movía con la naturalidad de quien consideraba aquel espacio casi tan suyo como de ella.
Apoyada sobre la mesa, Brooke lo observó mientras rebuscaba algo en la bolsa de papel que había traído. Le resultaba difícil imaginar su vida sin Samuel. Se conocían desde hacía cuatro años, pero su amistad tenía la solidez de toda una vida.
Nunca olvidaría el día en que lo había conocido.
Había ocurrido al inicio de la pandemia, esa época extraña en la que el miedo y la incertidumbre lo cubrían todo. Su madre, su apoyo incondicional desde el momento en que supo que estaba embarazada, había caído enferma de COVID. La noticia la había golpeado como un puñetazo. Su primer instinto había sido correr a verla, asegurarse de que no le faltara nada y cuidarla hasta que mejorara. Pero su madre se había negado rotundamente, recordándole que no solo pondría en riesgo su propia salud, sino también la del bebé.
Brooke había protestado, insistido, incluso llorado, pero había terminado aceptando que tenía razón. Además, su madre la había tranquilizado asegurándole que no estaría sola; su nueva amiga del curso de cocina le llevaría comida y todo lo que necesitara. Y, como si hubiese previsto su resistencia a quedarse en casa, le asignó un guardián.
Alguien de confianza que se encargaría de conseguirle todo lo que necesitara sin que tuviera que salir.
Claro que Brooke podría haber recurrido a un servicio de delivery, pero su madre había insistido en que la persona que enviaría era alguien de fiar. Alguien que, además, le serviría de espía para asegurarse de que no se le ocurriera desafiar la cuarentena.
Ese alguien fue Samuel.
El hijo de la amiga de su madre.
Cuando Brooke abrió la puerta aquella tarde, no esperaba gran cosa. Imaginó un intercambio rápido: él le entregaría la bolsa con víveres, ella le daría las gracias y todo quedaría ahí. Pero no fue así.
Pronto entendió por qué su madre había insistido en enviarlo. Samuel era simpático, cálido y entusiasta. ¡Justo lo que se necesitaba para sobrellevar una pandemia en soledad! Bueno, no en completa soledad, pues hablaba con su madre por videollamada todos los días, pero sus hormonas estaban revolucionadas, y a veces simplemente necesitaba un amigo que soportara sus cambios de humor.
Lo que comenzó como una entrega de víveres se convirtió en una charla de cuarenta minutos. Hablaron de todo y de nada: del encierro, de lo extraño que era ver las calles vacías, de películas, de su embarazo, de sus comidas favoritas. Y, sin saber cómo ni por qué, Brooke sintió algo inusual: una conexión inmediata, como si Samuel hubiese estado en su vida desde siempre y solo estuvieran retomando una conversación pendiente.
Desde ese día, se volvió parte de su mundo. Había sido su confidente, su apoyo en los últimos meses de embarazo, su cómplice en los días difíciles. Estuvo ahí cuando Ava nació, sosteniendo su manita con ternura y llorando de emoción como si fuese su propia hija. No pasó mucho tiempo antes de que se convirtiera en su padrino.
Ahora, años después, Brooke no podía concebir su vida sin él. Si le enviaba un mensaje diciendo que necesitaba hablar, él aparecía sin dudarlo.
Como ahora.
Tras revolver en la bolsa de papel, Samuel finalmente sacó lo que buscaba. Luego de buscar las tazas, cucharas, leche y azúcar, colocó todo sobre la mesa con la facilidad de quien había repetido aquel ritual incontables veces.
—Traje muffins de arándanos —anunció, colocándolos junto a lo demás—. Pensé en donuts, pero quería fingir que nos estamos cuidando.
Brooke, quien se había dejado caer en la silla con un suspiro, levantó una ceja con diversión.
—¿Fingir?
—Sí, fingir. Así como tú finges que todo está bien cuando en realidad me mandaste un mensaje con la urgencia de alguien que descubrió un cadáver en el patio trasero de su casa.
Brooke bufó y cruzó los brazos sobre la mesa.
—¿A qué no sabes quién regresó? —dijo, con un tono de drama que competía con las telenovelas que su madre solía ver.
Samuel no respondió de inmediato. La miró con los ojos entrecerrados, como si tratara de adivinar la respuesta con poderes psíquicos. Finalmente, levantó una ceja y apoyó un codo sobre la mesa.
—Dame una pista.
—Empieza con "E" y termina con "than".
Samuel abrió los ojos exageradamente.
—¡Es por Mercurio retrógrado!
Brooke dejó caer la cabeza sobre la mesa con un gemido.
—No empieces con tus cosas.
—¡Pero es real! —insistió él, sirviendo el café como si fuera un sacerdote en un ritual sagrado—. Cuando Mercurio entra en retroceso, los ex regresan, las finanzas empeoran y las decisiones que tomas terminan explotándote en la cara.
—Esto no es por Mercurio retrógrado —refutó Brooke, frotándose las sienes—. Es por una mala decisión. ¡Debí hablar con él antes!
Samuel le pasó una taza de café y tomó asiento frente a ella con la suya.