Ethan observó con el ceño fruncido cómo Brooke se alejaba con rapidez para saludar a un hombre. Algo en la naturalidad con la que lo hizo lo incomodó. ¿No que no presentaba hombres a Ava?
Bueno, Ava no había ido a saludarlo, así que tal vez...
—¡Adiós, Sam! —gritó de repente con entusiasmo, agitando su manita en dirección al desconocido.
Antes de que Ethan pudiera procesarlo del todo, Ava se llevó una mano a la boca y le lanzó un beso a ese tal Sam, quien sonrió y fingió atraparlo en el aire.
—¡Recibido, mi monstruito! —dijo con complicidad.
Ethan sintió cómo la mandíbula se le tensaba de inmediato.
¿Monstruito?
Ese hombre le decía monstruito a su hija.
No. Peor. Su monstruito.
Se obligó a mantenerse en su sitio, a controlar la tensión que se apoderaba de sus músculos, pero el instinto protector y la rabia lo invadieron. Entendía que ese apodo era un gesto de cariño, la clase de sobrenombre que solo tiene sentido para quienes lo comparten, un vínculo privado que se forja con el tiempo y la intimidad. Y eso, lejos de calmarlo, lo irritaba aún más.
Había pasado cuatro años sin saber que tenía una hija, cuatro años en los que había estado ausente sin siquiera tener la oportunidad de elegir. Ahora que por fin podía estar presente en su vida, cuando al fin podía reclamar su lugar como padre, descubría que otro hombre ya estaba allí. No como una presencia ocasional, sino como alguien con quien Ava tenía un lazo real, sólido, lleno de confianza. Lo suficiente como para recibir un beso al aire y llamarla mi monstruito con la naturalidad de quien lo ha hecho incontables veces antes.
Y Brooke… Brooke ni siquiera parecía inmutarse. No hubo una corrección, una mirada incómoda, ni la más mínima señal de que aquella cercanía le resultara extraña. Todo fluía con demasiada facilidad entre ellos. Intentó no fijarse en la manera en que ella y el tal Sam se reían, intercambiando comentarios con la complicidad de quienes han compartido años de amistad o… algo más.
Ethan sintió un nudo apretándole el pecho. Necesitaba una respuesta.
Inclinándose levemente hacia Ava, suavizó la expresión y adoptó un tono relajado, aunque su mente iba a mil por hora.
—¿Lo conoces? —preguntó Ethan con la mejor neutralidad que pudo reunir.
—Sí —respondió Ava sin titubear—. Es Samuel.
Samuel. Ethan esperaba un apellido, otro dato que le indicara quién demonios era ese tipo, pero su hija claramente no veía la necesidad de agregar nada.
—¿Samuel? —repitió, intentando sonsacarle algo más.
Ava asintió y se quedó en silencio.
Bien. Genial. Misterio resuelto.
Decidió intentarlo de otra manera.
—¿Es amigo?
—Sí.
—¿Lo conoces hace mucho?
—Hace un montón.
Ethan sintió un pequeño tic en la mandíbula. "Un montón". Para una niña de cuatro años, "un montón" de tiempo podía significar toda su vida. Y eso no le gustaba nada.
¿Desde cuándo estaba ese sujeto en la vida de Ava? ¿Desde que ella usaba pañales y babeaba por ahí sin dientes?
—¿Es un compañero de trabajo de tu mamá o algo así?
Ava negó con la cabeza. Ethan se preparó para dejarlo estar, porque no quería parecer un interrogador de la CIA con su propia hija, pero entonces ella alzó la vista y, con la inocencia más pura del mundo, soltó:
—A veces duerme con mi mamá.
Ethan sintió cómo su alma abandonaba el cuerpo.
Parpadeó varias veces, asegurándose de haber escuchado bien.
Su primer instinto fue agarrar su teléfono y llamar a un abogado. ¿Para qué? No lo sabía, pero sentía que debía hacer algo.
Se obligó a mantener la expresión serena, asintió lentamente y sonrió, porque lo último que quería era parecer un loco celoso frente a Ava.
Por dentro, sin embargo, estaba gritando.
—Bueno, mejor vamos subiendo al auto —dijo Ethan, dándole una palmadita en la espalda de forma casi automática.
Ava, con su habilidad innata de niña pequeña, subió al asiento trasero sin esfuerzo, como si fuera un escalador profesional. Ethan, por su parte, no pudo evitar echar un vistazo hacia donde estaba Brooke. Justo a tiempo para verla abrazar al tal Samuel con esa risa despreocupada que solo las personas que se conocen muy bien pueden compartir. La confianza entre ellos era evidente.
Una punzada de celos le atravesó el pecho como si un pequeño duende travieso le hubiese lanzado una flecha.
Respiró hondo, mucho más de lo que un ser humano debería respirar en un solo minuto, y desvió la vista. No iba a ser tan obvio. En su lugar, se concentró en asegurar el cinturón de seguridad de Ava. Pero, por supuesto, sus dedos decidieron que hoy no era el día para ser cooperativos, y terminó haciendo malabares con la hebilla, luchando por encajarla en su sitio.