El extraño bosque de lubru ( la maldición del bosque)

Capítulo 1 — El bosque de Genestaza

Genestaza era un pequeño pueblo donde muchos misterios esperaban ser resueltos.
Sus habitantes estaban convencidos de que algo más habitaba allí, además de los lugareños. Algunos cazadores, que pasaban noches enteras internados en el bosque, aseguraban haber visto a un hombre transformarse en lobo.

Una noche, consumidos por el terror de sentirse perseguidos por aquel ser temible, se ocultaron desesperadamente para no ser descubiertos. Juraban haber visto figuras extrañas moverse entre los árboles, presencias tímidas, quizás invisibles, que parecían no querer ser vistas.
Los rumores crecieron, y tanto los cazadores como los niños curiosos que se atrevían a entrar en el bosque contaban versiones similares.
Las leyendas abundaban en la comunidad, aunque algunos escépticos insistían en que todo era solo un rumor.

Durante el mes de junio —un mes caluroso y de intensas lluvias donde la vegetación crecía alta y salvaje—, Nil Antezana se preparaba para ir al campo, como cada mañana.
Pero esa vez su viaje se retrasó: el paso hacia el otro lado del bosque estaba bloqueado por la crecida del río.

Nil y su familia eran muy queridos, aunque los vecinos los consideraban un tanto misteriosos.
Tenía tres hijos: Ander, Gael y Jon.
Los dos mayores eran trigueños, como su padre; el más pequeño, Jon, era rubio como el sol e idéntico a su madre, Sarah.
También vivía con ellos Boomer, un husky siberiano descendiente de lobos.
Gael sospechaba incluso que su mascota era un híbrido, mitad perro, mitad bestia salvaje.

Hacia el norte, colinas abajo, vivían los Troncoso, sus vecinos y grandes amigos: Martí y Amanda, junto con sus hijas Triana y Gadea.
Las niñas eran pelirrojas, de cabello largo y rizado, tan parecidas que muchos las confundían con mellizas, aunque solo las separaba un año de edad.

Su padre les había regalado dos caballos, y solían cabalgar al atardecer.
Desde las montañas, los caminos, la vegetación y el cielo cobraban un color dorado que hacía del paisaje un lugar verdaderamente mágico.

Nil y Martí se habían hecho inseparables desde que se conocieron.
Cuando Nil llegó a Genestaza buscando trabajo, Martí lo recomendó con el señor Bill Fenton, dueño del campo.
Bill era un anciano de voz gruesa, siempre apoyado en su bastón. Amable a primera vista, aunque algo en su mirada hacía pensar que ocultaba secretos.

De joven, Bill había tenido una vida dura. Con los años se volvió extraño, silencioso.
Algunos vecinos decían haberlo visto en noches de luna llena, caminando hacia el bosque a altas horas de la madrugada. Nadie sabía por qué.

A veces, Nil y Martí llevaban a sus hijos al campo. Mientras las niñas montaban sus caballos, los niños escuchaban fascinados las historias del viejo Bill.
Él contaba que, cuando era niño, su padre lo llevaba a recoger leña en pleno invierno… y que allí, en el corazón del bosque, lo vio transformarse en lobo.
Ese hombre lobo era Edward Fenton, su propio padre.

Los niños quedaban maravillados. El viejo Bill narraba sus anécdotas entre carcajadas que terminaban siempre en una tos seca.
Aquellas historias se convirtieron en su obsesión.

Al día siguiente, los niños decidieron descubrir la verdad.
Ander y Gael acordaron encontrarse con Triana y Gadea cerca de una vieja estación de tren abandonada, devorada por las malezas. Era el punto perfecto para su encuentro secreto.
Sabían que, si sus padres lo descubrían, estarían en graves problemas. Pero la curiosidad fue más fuerte.

Tomaron sus sombreros —el sol de junio era implacable— y Boomer, fiel como siempre, los siguió sin dudar.

Mientras tanto, las hermanas Troncoso escapaban por la puerta trasera de su casa, procurando no hacer ruido.
Después de un largo recorrido, llegaron al punto acordado. Ander fue el primero en hablar:

—¿Alguien tiene dudas de seguir? —preguntó—. Es peligroso. En el pueblo dicen que nadie sale vivo del bosque… y los pocos que lo logran terminan en un manicomio.

—Gracias por el dato, Ander —respondió Gael, con tono desafiante—. Ahora sí que estamos más tranquilos. Pero iremos igual.

—¿Y si todo es un invento del viejo Bill? —dudó Triana—. ¿Y si no hay nada?

—Eso es justo lo que queremos descubrir —dijo Gael, decidido.

—Recuerden lo que contó Bill sobre lo peligroso que puede ser entrar allí —susurró Gadea.

Triana la miró molesta. —Voy a ir, Gadea. Ya tendré tiempo de arrepentirme después.

Y así fue.
Caminaron largo rato sobre las vías oxidadas, hasta que el sol se ocultó tras las nubes.
El aire se volvió pesado, húmedo, como si el bosque los estuviera observando.
Boomer avanzaba delante, con el pelaje erizado.

Llegaron al Reguero del Chagonin, uno de los lugares más misteriosos de Genestaza.
Los senderos se perdían entre la maleza; por momentos, parecía imposible avanzar.
Siguieron bajando hasta alcanzar la aldea semidesierta de Noceda, cerca del río.

Varios kilómetros después, una cueva se abrió frente a ellos.
Boomer comenzó a ladrar sin descanso.
Los niños, agotados y nerviosos, se sentaron sobre unas rocas a beber agua y comer algo antes de continuar su travesía.

Lo que no sabían…
era que el bosque acababa de reconocer sus pasos.




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