El extraño bosque de lubru ( la maldición del bosque)

Capítulo 5 – El origen de la maldición

En una época remota, cuando los inviernos aún eran tan crudos que partían la tierra y los veranos olían a polvo y a heno, Bill Fenton vivía bajo la sombra de su padre, Edward Fenton, un hombre adinerado, severo y profundamente temido.
Edward había construido su fortuna en Dallas, donde crió a sus hijos, Bill y Emily, junto a su esposa. Pero cuando Bill apenas era un niño, su madre los abandonó, regresando a Inglaterra. Nadie volvió a saber de ella.

Años después, cuando Bill alcanzó la mayoría de edad, Edward vendió todas sus tierras y trasladó a la familia al pueblo asturiano de Genestaza, un rincón apartado entre montañas y bosques húmedos. Allí compró una vieja granja y reanudó su vida entre animales, herramientas y silencios.

Con el tiempo, Emily se casó con un hombre rico y partió lejos. La granja, y todo lo que alguna vez perteneció a Edward, quedó en manos de Bill.

El pueblo pronto empezó a murmurar sobre él:

> “Habla con brujas en el bosque.”
“Trata con los hombres lobo.”
“Su sombra no le pertenece.”

Nadie lo decía abiertamente, pero todos lo pensaban.

Bill se casó joven con Clara, una muchacha del pueblo, hermosa y dulce, con la que tuvo dos hijos: Peter y Scott, ambos aficionados a la caza. Sin embargo, con el tiempo, el carácter autoritario y distante de Bill fue apagando la alegría del hogar. Clara, incapaz de soportar la frialdad y el silencio de su esposo, se marchó una noche, sin despedirse.

El pueblo volvió a murmurar:

> “Ella huyó.”
“Él nunca la amó.”
“Ama a otra, una mujer que no envejece.”

Bill jamás lo desmintió.

Los años lo volvieron aún más hosco. Peter se fue pronto, hastiado de las órdenes. Scott lo siguió después, tras una fuerte discusión. Bill se quedó solo, envejeciendo entre las sombras de la granja y los recuerdos de un padre que lo había educado con la misma dureza.

El viejo Bill, como lo llamaban en el pueblo, pasaba los días sentado bajo la sombra del porche, en una vieja mecedora que chirriaba con cada movimiento. A veces leía; otras, se quedaba mirando el horizonte, como si esperara algo —o a alguien— que nunca llegaba.

Desde hacía meses, Nil y Martí, los dos jóvenes que lo ayudaban con las tareas del campo, no se habían vuelto a ver. Aquella ausencia lo inquietaba. Una tarde, un muchacho del pueblo, Jimmy, se acercó a ofrecerle ayuda.

—No se preocupe, señor Bill, yo puedo ocuparme de los animales —dijo el chico, mientras limpiaba el establo.

Bill lo observó en silencio, con el bastón apoyado sobre la rodilla.
—Jimmy… ¿sabés algo de Nil y Martí?

El muchacho bajó la mirada.
—Solo escuché que sus hijos desaparecieron. Uno de los niños fue encontrado, pero los demás... todavía no aparecen.

Bill se incorporó lentamente, con un brillo extraño en los ojos.
—Con razón no han vuelto. —Suspiró—. Tal vez pueda ayudar. Iré al pueblo a hablar con el pequeño.

Tomó su bastón, se cubrió con su viejo abrigo y partió hacia la casa de los Antesana.

Sara le abrió la puerta. Boomer, el perro, ladraba con furia, erizando el lomo.

—¡Boomer! ¡Tranquilo! —dijo Sara, intentando calmarlo, aunque el animal no dejaba de gruñir, con los dientes al descubierto.

—Disculpe el alboroto —dijo Bill, forzando una sonrisa—. Vengo a ver cómo está Gael. Quisiera hablar un rato con él, si no es molestia.

Sara, algo nerviosa, asintió.
—Claro, señor Bill. Pase. Él estará encantado de verlo.

El viejo subió las escaleras y dio unos suaves golpecitos en la puerta. Gael lo recibió con una sonrisa tenue.

—¡Señor Bill! —exclamó con alegría.

—Hola, pequeño —dijo el anciano, sentándose junto a la cama—. ¿Cómo te sentís?

—Triste... mi hermano todavía no aparece.

Bill bajó la mirada.
—Entiendo, hijo. Pero quiero contarte algo... una historia que tal vez te ayude a comprender qué está pasando.

Gael se incorporó un poco, intrigado. Le fascinaban las historias del viejo.

Bill lo miró fijamente.
—Quiero que sepas que yo sé muy bien quién es Skoll.

El niño abrió los ojos con asombro.
—¿Lo conocés?

—Sí... demasiado bien.

Bill inspiró profundamente, como si cada palabra pesara años.
—Cuando era joven, solía acompañar a mi padre al bosque. En una de esas noches, bajo la luna llena, fuimos junto a un amigo mío, casi un hermano. Nos internamos más de lo debido, hasta que escuché un sonido extraño, como un gruñido mezclado con viento. Me detuve a mirar... y fue entonces cuando lo vi.

Su voz tembló.
—Vi a un hombre transformarse en lobo. Vi cómo su piel se desgarraba, cómo su rostro se alargaba, y sus ojos... sus ojos eran los mismos que los de Skoll.

Gael lo miraba sin parpadear.
—¿Y tu amigo? ¿Qué pasó con él?

El rostro de Bill se endureció.
—Está muerto —respondió con voz ronca.

El silencio cayó pesado en la habitación. El anciano se levantó y se acercó a la ventana. Su mano temblaba.
—Esa noche lo perdí todo. Mi padre, mi amigo… y mi alma. Desde entonces, el bosque no me ha dejado en paz.

Gael no supo qué decir. Sentía miedo, pero también compasión por aquel hombre que, de pronto, parecía tan frágil.

—¿Y Skoll? —susurró el niño.

Bill giró lentamente.
—Skoll no es un mito, Gael. Es la consecuencia de algo que mi familia hizo hace mucho. Y ahora… ha vuelto por lo que le pertenece.




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