El extraño bosque de lubru ( la maldición del bosque)

Capítulo 11 – El bosque de Wisafa

El grupo llegó a un puente colgante cubierto de musgo. Las cuerdas crujían con cada soplo de viento y las tablas se movían bajo la lluvia. A simple vista no parecía seguro. Temían que al pasar, el peso de los caballos lo hiciera ceder.

Los niños cruzaron primero. El puente se balanceaba de un lado a otro, gimiendo como si protestara.
Aun así, lograron pasar. Pero los caballos se resistían: relinchaban, golpeaban el suelo con las patas, presintiendo el peligro.

Ataron las riendas con cuerdas y tiraron con fuerza para obligarlos a avanzar.
Todo parecía ir bien… hasta que los animales alcanzaron la mitad.
Entonces, el crujido se volvió un estallido.
El puente se partió, y los caballos cayeron al vacío.

El silencio posterior fue desgarrador. Triana y Gadea lloraron desconsoladas: aquellos caballos habían sido el regalo más preciado de su padre. Nil bajó la cabeza, impotente.
Aquel día fue el más triste del viaje.

Ya anochecía. Sin monturas, continuaron a pie, cargando las mochilas al hombro. El camino era duro, y una llovizna fina comenzó a caer, empapando sus rostros. El viento soplaba entre los árboles y los hacía crujir, como si el bosque entero murmurara su desaprobación.

Martí se volvió hacia sus hijas:
—Esta búsqueda no será sencilla —les advirtió con voz grave—. Esto no es un juego. Y lo peor… aún no ha comenzado.

Caminaron sin detenerse, empujados por una sola esperanza: salvar a Ander.
Faltaba poco para llegar a la montaña, pero la lluvia se volvió intensa y el suelo empezó a inundarse.
Buscaron refugio bajo unas rocas y esperaron. Cuando al fin la tormenta cesó, siguieron avanzando.
Subieron la empinada montaña y, del otro lado, los recibió un bosque oscuro y húmedo, cubierto por una neblina espesa. De noche, los árboles parecían moverse, retorciéndose lentamente bajo la luz de la luna.

Entre la maleza se distinguían casas abandonadas, viejas y torcidas. Algunas aún tenían las cortinas colgando, como jirones de tela podrida.
Intentaban ignorarlas, pero el aire se llenó de murmullos y silbidos.
A veces se oían pasos… el crujir de hojas secas detrás de ellos. Cada vez que se daban vuelta, no había nadie.
Los niños temblaban de miedo. Triana y Gadea deseaban regresar a casa, pero Gael se mostraba firme, decidido a no retroceder.

Las linternas apenas alumbraban unos metros. Más allá, solo había sombras.

—Necesitamos descansar —dijo Nil finalmente—. No entraremos todavía al territorio de Wisafa. Pasaremos la noche aquí y partiremos cuando anochezca otra vez.

—¿Y dónde sugieres que nos quedemos? —preguntó Scott.

—En una de esas casas —respondió Nil sin dudar.

Todos lo miraron horrorizados.
—¡Ni pensarlo! —dijo Martí, riendo nervioso ante la idea.
Peter propuso acampar afuera, a pesar del frío y de la amenaza de lluvia. Preferían enfrentar el clima antes que dormir bajo esos techos malditos.

Encendieron solo una linterna para ahorrar energía. Dos de ellos harían guardia mientras los demás dormían, turnándose durante la noche.
Peter y Scott fueron los primeros en vigilar.

Nil, agotado, se quedó dormido. Pero pronto comenzó a agitarse.
Soñó que caminaba solo por el bosque. Algo lo perseguía, respirándole en la nuca. Corrió sin rumbo, hasta toparse con una de las casas abandonadas. Entró buscando refugio… y entonces, las paredes comenzaron a escribir solas.

Las letras se formaban con sangre.

“No deben estar aquí. Todos pagarán un alto precio.”

Nil quiso salir, pero las puertas y ventanas se sellaron de golpe. Gritó una y otra vez, hasta que Peter lo despertó.

Nil saltó, tomado por el pánico, y sujetó a Peter del cuello sin reconocerlo.
Cuando recobró la conciencia, lo soltó y se disculpó.
—Fue otra pesadilla —murmuró—. Ahora ve a dormir, yo haré la guardia.

El fuego chispeaba débilmente mientras Nil vigilaba junto a Scott.
Conversaron en voz baja, tratando de ahuyentar el miedo.

—Espero que cuando mi padre llegue, pueda calmarla —dijo Scott—. Aunque suene extraño… es nuestra madre. Pero no la vemos desde que éramos niños. No sabíamos en lo que se había convertido hasta que los conocimos y supimos lo de la maldición.

Nil asintió, mirando el bosque.
—Ella es la causa de todo esto. Si logramos encontrarla, debemos terminar con esto de una vez. Pero temo por los niños… no sé cuán peligrosa puede llegar a ser.

La noche fue larga y terrible. Nadie durmió bien. Al amanecer, un silencio tenso cubría el campamento. Todos estaban exhaustos y nerviosos: sabían que estaban cada vez más cerca del territorio de Wisafa.

Esperaban que Bill llegara pronto para ayudarlos a mediar con ella.
Pero no lo haría.

Bill había emprendido el viaje, decidido a alcanzar a sus amigos, cuando de pronto vio a alguien sentado junto a un árbol. Una figura femenina, llorando.
Era Wisafa.

O al menos, eso parecía.
Antes de que pudiera reaccionar, ella levantó la vista y sonrió con una dulzura falsa. Luego lanzó un hechizo con un movimiento de su mano.
Una luz verde lo envolvió, dejándolo completamente inmóvil.
Bill quedó paralizado, sentado, sin poder moverse ni hablar.

Desde la distancia, Jimy lo vio todo. Corrió desesperado hacia el campamento. Cuando llegó, apenas podía respirar.
Intentó hablar, pero solo lograba balbucear.

—¡Corran! —gritó al fin—. ¡Corran todos! Ella… ella está aquí. ¡Va a matarlos! Es horrible… ¡su rostro…!

Todos lo miraron sin comprender.
Gael frunció el ceño.
—¿De qué está hablando?

Nil lo interrumpió con voz temblorosa:
—Lo que quiere decir es que Wisafa lanzó un hechizo a Bill. Y si está cerca… debemos escondernos, ¡ahora!

Scott, sin embargo, se plantó firme.
—No —dijo—. Vinimos hasta aquí por una razón. No podemos huir ahora. Sabíamos que sería peligroso, y lo aceptamos. Pero los niños… ellos sí deben irse.




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