Se dice que en las tierras donde la luna rara vez descansa, existe un río que no pertenece del todo al mundo de los vivos.
El río Otto, cubierto por una niebla perpetua, esconde bajo su cauce los secretos de un linaje que nunca debió recordar su origen.
Aquella noche, los pasos de Peter, Scott, Nil y Gael resonaban entre las ruinas de Genestaza, un pueblo muerto que aún respiraba miedo.
Habían hallado las tres cartas de Edward Fenton, el abuelo que hablaba desde un tiempo detenido, y en ellas se escondía el llamado hacia el río.
Pero cada palabra parecía advertirles que lo que hallarían allí no sería una salvación, sino una prueba de sangre y fe.
El pueblo abandonado los recibió con silencio.
Las casas eran esqueletos de madera; los pozos, ojos vacíos que miraban sin ver.
De pronto, un anciano emergió de la sombra, arrastrando los pies sobre la tierra gris.
Sus ojos —blancos, sin pupilas— se clavaron en el vacío tras ellos, como si contemplara un horror que el resto no podía ver.
Sus labios se movían, pronunciando un rezo sin voz.
Y cuando Gael le habló, el anciano apenas murmuró:
—Ella… está detrás de ustedes…
Entonces, el viento sopló, y las campanas oxidadas del templo roto comenzaron a sonar por sí solas.
Siguieron caminando entre ruinas, mientras sombras los observaban desde los ventanales.
Incluso los niños del pueblo —pálidos, inmóviles— desviaban la mirada al verlos pasar.
Uno de ellos, antes de huir, gritó con voz temblorosa:
—¡No miren atrás… o ella los verá también!
Pero Peter miró. Y lo que vio no fue una figura… sino un vacío. Una forma que no era luz ni sombra.
El nombre de Wisafa se alzó como un eco en su mente, y comprendió que ella los seguía, invisible, acechando en el aire mismo que respiraban.
El camino los llevó, al fin, hasta la orilla del río Otto.
El agua era oscura como el vidrio de obsidiana; sobre su superficie flotaban destellos plateados, como si el cielo hubiera dejado caer fragmentos de estrellas.
Entonces, entre los reflejos del agua, apareció el rostro sereno de Edward Fenton, sonriendo desde otro tiempo…
Y luego, el silencio.
El aire cambió.
Un sonido grave —como un lamento que venía desde las entrañas del río— hizo temblar la tierra.
Nil cayó al suelo, dominado por una fuerza invisible.
Y antes de perder el sentido, vio una imagen: el fondo del río, un frasco sellado con un papel blanco… y a Wisafa, esperándolo en las profundidades, con una sonrisa hecha de oscuridad.
Peter y Scott tensaron sus arcos, disparando flechas imbuidas con el brillo de su voluntad, pero ninguna herida alcanzó a la bruja.
Ella se movía como el humo, entre el aire y la sombra.
Gael fue arrancado del suelo, suspendido por las manos heladas de Wisafa.
Nil despertó entre el frío del agua, arrastrado por corrientes que lo empujaban hacia la otra orilla.
Y allí, entre la bruma, los vio.
Eran altos, delgados, translúcidos como el cristal antiguo.
Sus ojos eran espejos donde danzaba la luz del abismo, y su voz no salía de sus bocas, sino del interior de la mente.
> “No temas, Nil. Somos los Guardianes del Río Otto.
Conocimos a Edward… y te conocemos a ti.”
Sus pensamientos eran como ecos dentro de su alma.
Le ordenaron sumergirse una vez más y buscar el cofre que reposaba en el fondo del río.
Nil obedeció.
Y mientras descendía, el agua se tornaba cada vez más densa, más fría, como si se hundiera en otro mundo.
Halló el cofre y, al tocarlo, una corriente luminosa envolvió su cuerpo.
Cuando despertó, el amanecer bañaba las orillas.
Tenía el cofre entre las manos, y la certeza de que algo lo había traído de regreso.
Caminó hasta Peter y Scott, quienes esperaban con rostros cubiertos de temor y asombro.
Sin decir palabra, les entregó el cofre.
Peter lo abrió.
Dentro había una carta, escrita con la tinta ya difusa del tiempo:
> Queridos Peter y Scott:
Han llegado al río Otto, y no han estado solos.
Esos seres que han visto son mis protectores, los Guardianes del río.
Ellos me salvaron una vez, cuando era niño, y me enseñaron los límites del bien y del mal.
No son de este mundo, pero tampoco de otro.
Son los custodios del equilibrio.
Wisafa los teme, porque su poder es puro y no conoce corrupción.
Si alguna vez la oscuridad los alcanza, llámenlos con la mente en blanco, con el corazón quieto.
Ellos vendrán… y yo estaré observando.
— Edward Fenton.
Peter cerró la carta con las manos temblorosas.
El aire se volvió pesado.
La risa de Wisafa rasgó el horizonte, y el cielo se tornó rojo como la sangre.
Descendió sobre ellos, su figura distorsionada por la furia.
Tomó a Gael del cuello, elevándolo en el aire.
El joven gritó, pero ningún sonido logró escapar de su garganta.
Nil, desesperado, recordó las palabras de su abuelo.
Cerró los ojos, vació su mente, y en el silencio interior pronunció una plegaria muda.
El río comenzó a brillar.
Entonces, los Guardianes del Otto surgieron del agua.
Eran luz y sombra entrelazadas, rostros sin edad, voces que no eran de este mundo.
Wisafa retrocedió.
Por primera vez, su poder tembló ante algo que no comprendía.
Sus hechizos se rompieron en el aire como cristal.
Los Guardianes extendieron sus manos hacia ella.
La bruja lanzó un grito que partió el cielo.
Su cuerpo se volvió humo, luego sombra, luego nada.
Fue absorbida por la corriente, arrastrada hasta el fondo del río.
El cofre se cerró por sí solo y se hundió nuevamente en las profundidades.
El viento calló.
Y el río Otto volvió a su calma.
Pero se dice que, en las noches sin luna, el agua aún murmura su nombre.
Que los Guardianes siguen allí, velando en silencio.
Y que en cada destello del río…
alguien —tal vez Edward, tal vez algo más antiguo—
aún observa.
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Editado: 06.10.2025