El cofre yacía en el fondo del río, sepultado bajo siglos de silencio.
Pero la leyenda advierte:
quien lo halle y se atreva a abrirlo,
desatará a la que nunca debió ser liberada…
y entonces sí, el alma de Gael será reclamada por las aguas.
Mucho tiempo había pasado desde aquella noche.
La aldea había vuelto a respirar calma,
hasta que un rumor —como un susurro podrido por el viento—
comenzó a recorrer las calles:
Wisafa había sido vista en los campos.
El pánico despertó en los aldeanos,
nadie se atrevía a mirar hacia el bosque,
mucho menos a cruzar el puente que conducía al Río Otto.
Nil sintió un escalofrío.
El miedo regresaba con la voz de los rumores,
pero lo que lo desvelaba no era el temor,
sino la imposibilidad de comprender
cómo había podido liberarse.
Decían haber visto a dos hombres encapuchados,
cabalgando en la noche sobre dos caballos blancos
que se internaron en el río.
Esa descripción…
Nil la conocía demasiado bien.
Peter. Scott.
No quería creerlo,
pero el eco de aquellas palabras lo atormentaba.
Mientras su mente se debatía entre la razón y el horror,
Nil cayó de rodillas y perdió el conocimiento.
En su visión, la vio:
Wisafa, surgiendo lentamente del agua,
deslizándose con una gracia imposible,
como si la oscuridad misma le abriera paso.
Despertó jadeando,
con el corazón golpeándole el pecho como un tambor de guerra.
Corrió hacia la habitación de Gael.
La puerta se abrió de golpe…
y allí estaba ella,
sentada en el borde de la cama,
una sonrisa macabra dibujada en su rostro blanquecino.
Se inclinó sobre Nil y susurró:
—Despídete de tu hijito...
porque pronto habitará en el fondo del río,
donde yo también estuve.
Y gracias a mis hijos, reinaré otra vez...
Nil quiso moverse, gritar, hacer algo.
Pero su cuerpo se negó.
La puerta se cerró sola, lentamente,
con un sonido seco, como un suspiro ahogado.
Y luego… el grito.
El grito de Gael, arrastrado, distante,
cada vez más lejano.
Sara lo encontró frente a la puerta,
de pie, inmóvil, con los ojos vacíos.
Las lágrimas le corrían por el rostro.
Y cuando ella lo llamó,
Nil se desplomó.
Aquella noche, la pesadilla dejó de ser sueño.
La leyenda se cumplía:
nadie escapa de Wisafa,
ni siquiera quien rompe uno solo de sus hechizos.
Dicen que no está sola.
Tiene sus fieles servidores,
dos criaturas que la acompañan desde los albores del río.
Incluso yo,
sí… yo también soy uno de ellos.
Su mano derecha,
desde hace más de cuatro siglos.
Mi nombre es Edward Fenton.
Mi hijo Bill lidera su manada como Skoll,
el lobo que aúlla cuando el río crece.
Jimmy, su compañero, osó traicionarla
para salvar al hijo de Nil,
y pagó con la vida.
Wisafa no perdona.
Su justicia es el agua,
y su castigo, el silencio.
Queridos Peter y Scott:
Aléjense de Nil.
Por su culpa caerán ustedes también.
—Edward Fenton.
Así decía la carta hallada bajo una piedra,
junto al lecho del río.
Pronto se supo que Bill había desaparecido.
Había prometido ayudar a Nil y a sus hijos,
pero jamás regresó.
Se decía que Wisafa lo había llamado,
y que él, finalmente, obedeció.
Ander, el más joven, no podía soportar la incertidumbre.
Cada noche pensaba en Gael,
mientras sus padres dormían.
Y cuando la luna se alzaba sobre las colinas,
juraba ante las sombras que lo encontraría.
Triana, por su parte, lloraba al atardecer,
recorriendo los prados sobre su nuevo caballo,
pues el anterior se había ahogado
en el puente roto del bosque maldito.
Ella y Gael habían sido inseparables,
y el eco de su risa aún flotaba entre los árboles.
Peter intentó disuadir a Ander,
pero el fuego de la sangre le hervía en las venas.
—No puedes desafiar a Wisafa —le dijo—.
No sobrevivirás.
—Entonces moriré buscándolo —respondió Ander—.
Peter, vencido por el impulso del muchacho,
le entregó el silbato mágico
que una vez había pertenecido a Nil.
—Si algo sucede —le dijo—, sopla con fuerza.
Yo acudiré.
El amanecer los separó.
Ander cruzó solo el bosque,
sintiendo cómo el aire se espesaba a su alrededor.
Una neblina viscosa cubría la tierra,
y de pronto, dos ojos brillaron en la oscuridad,
siguiéndolo desde la espesura.
El viento comenzó a silbar.
Primero suave, luego más fuerte,
hasta que el silbido se volvió un susurro pegado a su oído.
Ander giró, pero no había nadie.
El miedo le heló las manos,
la linterna temblaba en sus dedos,
hasta que cayó y se apagó.
Buscó a tientas entre las hojas húmedas,
y entonces una luz lo cegó.
Alguien había encendido la linterna…
pero no era él.
La luz se apagó de golpe.
Y en la oscuridad, el silbido volvió,
más cerca, más hondo.
Ander, desesperado, recordó el silbato.
Lo sacó del bolsillo,
y con el alma rota por el miedo,
sopló con todas sus fuerzas.
Aquel silbato —el mismo que Peter había hallado en la habitación de Bill—
resonó en la noche como un lamento antiguo,
cruzando el aire hasta el corazón del río.
Y el río, por un instante…
respondió.
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Editado: 06.10.2025