La luna parecía suspendida en un cielo de acero.
Peter y Scott corrían entre los árboles, guiados por el eco tembloroso del silbato.
El aire olía a musgo y miedo.
Cuando por fin lo encontraron, Ander yacía recostado contra un árbol, pálido como la cera, la respiración entrecortada, los ojos desorbitados.
—Ander… ¿qué te ocurre? —preguntó Peter con voz apenas audible.
El muchacho no habló. Solo alzó un dedo tembloroso y señaló detrás de ellos.
Peter giró, alzando la linterna.
Entonces el bosque se volvió de piedra.
Un silencio espeso cubrió el lugar… hasta que vieron.
Y lo que vieron fue tan terrible que el alma se les encogió en un grito ahogado.
Scott retrocedió, tomó a Ander del brazo y solo alcanzó a murmurar:
—No digas nada… corre.
Ninguno volvió a mencionar lo que presenciaron esa noche.
Ni una palabra.
El bosque guardó el secreto junto con ellos.
Y Ander… jamás volvió a ser el mismo.
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Durante los días siguientes, Nil notó que su hijo se desvanecía lentamente: comía poco, hablaba menos y cada amanecer parecía más lejos del mundo.
Peter y Scott llevaban en el pecho el peso de una verdad que ardía como hierro.
Scott insistía en contarlo; Peter no podía.
Pero finalmente, en la penumbra de una tarde sin viento, Martí los enfrentó.
—¿Qué ocultan? —preguntó con voz grave—. Ander se está muriendo por dentro. Nil no entiende, y yo tampoco. Hablen.
Peter bajó la mirada. Su voz salió apenas como un suspiro.
—Lo acompañé al bosque… fue mi error. Quiso buscar a Gael. Le di el silbato para que me llamara si estaba en peligro. Cuando llegamos… ya era tarde.
Vimos… algo.
Un ser inhumano, deforme, desgarrando a Gael.
No pude moverme. Solo tomé a Ander y corrimos.
El silencio se extendió como una sombra. Martí cerró los ojos y el aire se detuvo.
No había palabras suficientes para ese dolor.
—Yo me encargaré de hablar con Nil —dijo finalmente—. Ander debe vivir. Su hermano murió protegiéndolo… y esa culpa no puede seguir devorándolo.
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El invierno caía sobre Lubru, el bosque maldito.
Cada vez que Nil pasaba cerca, sentía escalofríos que le helaban la sangre.
Algo lo seguía, lo presentía. Caminaba rápido, apretando contra el pecho un pequeño objeto dorado: una medalla.
Sus dedos la aferraban como si su vida dependiera de ello.
El bosque susurraba.
Y entre las raíces y las sombras, apareció un hombre de cabellos blancos como la escarcha, con el rostro surcado de años.
Sus lentes reflejaban la luna.
Nil lo reconoció al instante: Edward Fenton, el abuelo de Peter y Scott.
El anciano extendió sus manos. Nil, temblando, le entregó la medalla.
—Ella la busca —dijo Edward con calma sombría—. Wisafa nunca descansa. Pero esta vez no podrá poseerla.
Su destino está sellado… en el interior de este oro maldito.
Un aullido distante estremeció el bosque.
Edward y Nil corrieron, apartando los arbustos que ocultaban un pasadizo secreto.
El anciano lo guio dentro: un túnel estrecho, iluminado por antorchas azules que ardían sin fuego.
Nil no recordaba haber visto jamás ese lugar.
—Escúchame bien —continuó Edward—. Wisafa teme esta medalla porque en ella descansa el poder de mi linaje.
De generación en generación, el portador obtiene una fuerza que ella jamás podrá dominar.
Peter y Scott son los únicos que pueden abrirla… y por eso ella los odia.
Ya ha intentado destruirnos antes. A mí. A Bill. Y ahora irá por ellos.
Nil intentó abrir la medalla, pero no pudo.
Edward lo observó con una mezcla de ternura y tragedia.
—No insistas, hijo —dijo con una leve sonrisa—. Solo los elegidos pueden leer su mensaje.
Dentro duerme un hechizo ancestral: si se abre en el momento equivocado, desatará una maldición imposible de revertir.
El aire vibró.
Un sonido agudo, como un lamento lejano, se coló por el pasadizo. Wisafa se acercaba.
El anciano guardó la medalla en su bolsillo y empujó a Nil hacia la salida.
—Diles que esperen mi señal —susurró—. Cuando llegue el tiempo, sabrán cómo abrirla.
Nil parpadeó… y despertó sobresaltado.
Martí y Sara estaban a su lado, intentando reanimarlo.
Había soñado, pero no del todo: el sudor frío, las palabras, la imagen de Edward… todo parecía demasiado real.
—Soñé con él —dijo jadeando—. Edward me habló. La medalla de oro… la que encontraste en la casa de Bill.
Él está vivo, Martí. Lo sé.
Y Peter y Scott deben abrirla.
Martí lo miró, asombrado.
—Cada palabra tuya es una advertencia, Nil. Si Edward te busca, es porque algo está por comenzar.
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Peter practicaba con su arco cuando Scott se acercó corriendo, agitado.
—Nil nos necesita —dijo sin aliento—. Ha tenido un sueño… uno de esos sueños que no se olvidan.
Cuando llegaron, el cielo estaba cubierto de nubes negras.
Nil los esperaba con la medalla en la mano.
Su brillo dorado parecía respirar.
—Solo ustedes pueden abrirla —les dijo—. Pero no aún. Edward se manifestará para indicarles cuándo hacerlo.
Y entonces… sabremos qué destino nos aguarda.
El viento del bosque sopló con un gemido antiguo.
A lo lejos, el río Otto rugía como si algo despertara en sus profundidades.
Y sobre el dorado de la medalla, una sombra cruzó brevemente, dejando tras de sí un susurro que ninguno quiso repetir.
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Editado: 06.10.2025