El Extraño de la Ciudad de la Luna

1.

—¿Es que alguna vez ves la luz del día? —preguntó Michel.

Yan ya se había acostumbrado a que su colega y compañero de turno lo tratara con una extraña lástima. ¿Por qué? ¿Acaso porque prefería trabajar en el turno de noche? Ahí estaba de nuevo: apenas amanecía y él ya había terminado su trabajo y podía marcharse a casa. En opinión de Yan, eso era mejor que pasar todo el día allí. ¿O quizás Michel se refería a algo más? En cualquier caso, respondió encogiéndose de hombros:

—Me basta. Además, ¡hago honor al nombre de nuestra gloriosa ciudad! ¿O es que me veo tan pálido?

—¡Brillas! —Michel hizo una pausa—. ¿Y bien, sin incidentes?

—Un turno tranquilo. Casi nada… Mira —con un movimiento del dedo, Yan desplegó en la pantalla el registro de intervenciones. Hoy figuraban dos fallos de software insignificantes —que él mismo había solucionado— y una avería en el sistema hidráulico de la que se había encargado uno de sus hombres.

El puesto de Yan se llamaba: ingeniero jefe de seguridad de producción. Aunque, en realidad, era el jefe de la brigada que se dedicaba a las reparaciones en aquel invernadero multinivel donde las plantas no crecían en tierra, sino en una solución nutritiva que llegaba directamente a sus raíces. Curiosamente, su puesto se llamaba casi igual que el de quien había desarrollado todo el sistema. Su grupo terminaba el turno y entregaba las instalaciones al que se encargaría de su funcionamiento durante las siguientes ocho horas. Era un proceso continuo. —Espero que vosotros tengáis la misma suerte.

—Ojalá —Michel negó con la cabeza escépticamente. Aquella era una explotación complejísima, prácticamente un rascacielos con paredes de cristal, repleto de diversas tecnologías para aumentar la productividad. No había otra manera de abastecer de alimentos a la población de la ciudad. Y cuanto más complejo es el equipo, más a menudo se avería, eso lo sabe cualquiera que tenga un mínimo conocimiento técnico. Luego volvió al horario de su interlocutor—. ¿Ahora te vas a dormir?

—A descansar —Yan no lo confirmó ni lo corrigió, sin especificar cómo pensaba hacerlo exactamente.

—Aún te queda llegar en tu bicicleta…

—No es para tanto. Bueno, hasta luego. —Cada uno ya se había identificado en su rol, Yan como el que entregaba el turno y Michel como el que lo recibía. Ahora, al primero solo le quedaba salir de la sala donde se reunía la brigada y pasaba el tiempo cuando no estaba ocupada con las reparaciones, y donde se encontraba el equipo que monitorizaba el estado de los sistemas de todo el complejo. Como Yan no era solo ingeniero de seguridad de producción, sino el jefe, no tenía que trabajar directamente con las herramientas. Y por lo tanto, tampoco cambiarse a ropa de trabajo. Durante todo el turno podía vestir su propia ropa, a diferencia de sus subordinados, así que ahora no entró en el vestuario, sino que bajó directamente en el ascensor, acercó el dedo en el que llevaba un anillo ancho al lector, y ante él se abrieron las puertas que daban a la calle.

Y enseguida sintió lo mucho que cambiaba la sensación el aire acondicionado que funcionaba en el interior. Aún estaba oscuro, pero ya hacía notablemente más calor que dentro del complejo. ¿Cómo sería durante el día?, pensó Yan, dando unos pasos hacia un lado. Se acercó a la bicicleta aparcada en un dispositivo especial junto a la entrada y, acercando el dedo con el anillo, desbloqueó el candado. Liberó la bicicleta de la pinza, la giró en la dirección deseada. Encendió el faro —hasta que amaneciera lo necesitaría— y se subió al sillín.

Cuatro kilómetros y medio hasta casa. Aquella forma de moverse también sorprendía a Michel, y no solo a él; sus propios subordinados también le habían dicho varias veces a Yan que, al fin y al cabo, era mucho más fácil recorrer esa distancia en el tranvía —el principal medio de transporte de la ciudad—. Que gastaría menos fuerzas. Pero él tenía otra opinión.

Incluso si llegas cansado, incluso si luego tienes que descansar más del trayecto, es mejor que la multitud. Y además… A Yan no le gustaba que, por los viajes registrados en el tranvía, se pudiera rastrear su ubicación en cada segundo. La bicicleta le daba mucha más libertad, o quizás, una ilusión de libertad. Aunque, en realidad, no había diferencia, y el tiempo para llegar a casa sería aproximadamente el mismo.

Como el turno había sido ligero, sin incidentes graves, Yan no se sentía cansado. Y por eso, alejándose un poco del lugar donde trabajaba, giró hacia el carril bici que atravesaba el parque. En realidad, era uno de los dos caminos más cortos a casa. Pero no fue allí porque fuera más corto, sino porque a esa hora no debía haber nadie. Extendió la mano hacia el cambio de marchas; hoy quería dar un paseo con el viento a favor, y el carril vacío era el mejor lugar para ello. Yan creía que nadie lo molestaría allí.

Unos minutos después, comprendió que había contado con ello en vano. Lo comprendió cuando escuchó detrás un sonido de sirena muy corto, pero fuerte y agudo. Pulsó los frenos, se detuvo, quitando el pie derecho del pedal y apoyándolo en el pavimento del carril. La fuente del sonido apareció inmediatamente detrás.

Un patinete eléctrico con los colores amarillos de la policía. En realidad, nadie más que la policía tenía de esos. El vehículo de tres ruedas podía circular tanto por los carriles bici como por las zonas peatonales, las vías del tranvía e incluso por tierra, siempre que no fuera barro blando o piedras grandes. El manillar era como el de una bicicleta, y detrás, tras el asiento del policía, había una jaula en la que se podía llevar a comisaría a un detenido. El patinete se detuvo detrás. Querían detenerlo a él.




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