Elina
— ¡Baja de ese árbol ahora mismo!
El grito de mi madre rompió mi burbuja de paz, pero decidí ignorarlo como quien ignora un mensaje de "necesitamos hablar". Cerré los ojos de nuevo, disfrutando del viento que despeinaba mi cabello y del sonido de las hojas murmurando secretos que solo yo entendía. Desde aquí arriba, todo parecía diminuto: las casas, las personas, incluso los problemas. Tal vez si me quedaba lo suficiente, yo también me haría pequeñita y desaparecería entre las ramas.
— Te lo estoy diciendo en serio, señorita.
Esta vez su tono me dejó claro que no estaba bromeando. Suspiré, dejando caer mis piernas con dramatismo antes de empezar a bajar. No tenía ganas de discutir. Últimamente, estar con mamá se sentía como cuando intentas bailar con alguien y ninguno sabe quién debe llevar el ritmo.
En cuanto estoy frente a ella, es imposible no notarlo. Su cabello liso, perfectamente peinado, rubio casi castaño, siempre tan ordenado... y luego estoy yo, con este caos de rizos pelirrojos, ese naranja miel que siempre termina brillando como si mi cabeza estuviera en llamas cada vez que me da el sol. Somos como el día y la noche, y aunque intento que no me afecte... duele. Porque en el fondo, ni siquiera el mismo apellido logra hacernos sentir como una familia. Antes, papá era ese puente, pero ahora... es como si ya no quedara nada que nos conecte.
Ella negó con la cabeza, suspiró y caminó hacia la casa. Yo la seguí, arrastrando los pies.
— Estoy a punto de mandar a talar ese árbol — murmuró al abrir la puerta.
Solté un uhumm, sin más. La vi frotarse las manos con fuerza, como siempre lo hacía desde que papá... bueno, desde que ya no estaba.
—¿Es que acaso no piensas? — preguntó mientras caminaba a la cocina. Abrió el grifo con un movimiento brusco. — ¿Y si te caes y mueres?
No respondí. Nos quedamos un rato en silencio, el sonido del agua cayendo en el lavado era lo único que rompía la quietud del momento.
Veo cómo apaga el grifo, sus manos temblorosas tocan el agua fría. Se contiene, sus ojos brillan con la lucha de no dejar caer las lágrimas. Yo sé lo que siente, lo veo en su cara, aunque no lo diga.
No quiero morir. Solo quiero estar en paz. Porque sí, extraño a mi papá. Lo extraño profundamente, con cada parte de mí. A veces, cuando me miro en el espejo, veo sus ojos en los míos, sus gestos, esa forma de mirar las cosas como si nada importara. Sé que ella también lo extraña, lo noto en cómo se esconde detrás de esa dureza que siempre usa para no mostrar lo que realmente siente.
Pero mi madre... ella huye de todo lo que le duele. Y no puedo evitar sentir que, cuando me mira, no me ve a mí, sino a él.
Por más que intentemos evitarlo, siempre estamos atadas a esa misma imagen, al eco de su ausencia.
—Tá brón orm, a Mhamaí. Lo siento, mamá — murmuro, mientras veo una lágrima deslizarse por su mejilla.
Ella odia que hable en irlandés. Desde que llegamos aquí, a su país natal, insiste en que debemos empezar de nuevo. Buscar una nueva felicidad. Pero yo... yo siento que traiciono a papá si lo hago, como si dejar de hablar en nuestro idioma fuera olvidarlo.
Mi mamá se acerca y me sujeta por los hombros.
—¡No quiero que me vuelvas a hablar en ese idioma! — me reprende con dureza. — ¡Aquí, bajo este techo, se habla español!
Su mirada es firme, pero detrás... hay algo más. Dolor, tal vez. Aunque yo solo siento este nudo que no me deja respirar.
—Tá ceart go leor... Está bien — respondí en un susurro.
Me aparté de ella antes de que pudiera decir algo más y salí corriendo de la casa. Sentía el aire frío en la cara, pero no me importaba. Solo quería ver a Móirtín. Y, al final, si me paraba a pensar, mamá y yo teníamos algo en común: ambas huimos de los problemas. Tal vez eso nos unía más de lo que quería admitir, aunque preferiría no darme cuenta de eso ahora.
—Móirtín — llamé al entrar en el establo, acercándome a mi caballo. — ¿Quieres ir a visitar a Perla?
Le pasé una mano por el lomo, y él resopló fuerte en mi cara, haciéndome reír.
—¡Pues vamos entonces!
En cuestión de minutos ya estaba montada, sintiendo la libertad en cada galope. No importaba cuánto cambiaran las cosas, esto siempre me haría sentir en casa.
Móirtín es lo único de mi papá que me queda. Fue su último regalo para mí, y montar juntos era lo nuestro. Ahora, al menos tengo amigos que me ayudan a no perder ese hábito.
Al llegar a la granja de Isabela, me encuentro con una escena que me hace soltar una carcajada: ella está persiguiendo una gallina, completamente frustrada.
— ¡Me voy a comer a todos tus hijos! — grita Isa, persiguiendo a la gallina. — ¡Quédate quieta!
Me bajo de Móirtín y lo ato debajo de un árbol, junto a Perla, la yegua de Isa, sonriendo mientras me acerco a ella.
Me recuesto en el barandal, mirando cómo ella se las arregla con una gallina esquiva.
— ¿Un caldo harás? — le pregunto, con una sonrisa burlona.
— ¡Eh, que era mentira! — grita, ahora perseguida por un gallo que la tiene acorralada. Corre hacia mí y grita — ¡Aparta!
Salta del barandal y ambas comenzamos a reír, la risa burbujeando como si no pudiéramos parar.
— Eso fue aterrador — suspira, asustada, mirando al gallo con una mezcla de miedo y desafío. — Pensé que hoy iba a superar mis miedos a las gallinas, pero... — su mirada se fija en el gallo, como si fuera a vengarse — ¡Eso fue un fracaso total!
Me recosté más cómodamente, disfrutando de la risa, pero no pude evitar comentar con tono travieso:
— Eso fue toda una aventura.
— Perseguida por gallos como si fuera el almuerzo —ni ella misma lo podía creer. Se encogió de hombros, despreocupada. — Así es la vida cuando no enfrentas tus miedos, supongo. El más pequeño da más miedo, ¿no?
Me quedé mirándola, sin saber qué decir. Me removí un poco, incómoda. Eso sonaba mucho más personal de lo que esperaba. Sentí mi boca seca, y aunque mi instinto era seguir bromeando, no pude evitar quedarme callada, como si las palabras se me hubieran atascado.