Elina
— ¿Tenemos todo lo necesario? — pregunto al aire, aunque sé que ninguno de los chicos está prestando atención.
Matías está ajustando las correas de sus botas de trekking, Isabela da vueltas con su cámara en mano, capturando cada momento como si estuviéramos en un documental, y Ana revisa su lista con el ceño fruncido, asegurándose de que nada se le escape.
— ¿Llevamos repelente de insectos? — pregunta Ana en voz baja, metida en su mundo de checklists.
Antes de que pueda responderle, Matías le sacude la cabeza a Ana con energía; su sombrero beige se tambalea con el gesto, como si también negara junto a él. Y, en un movimiento rápido, le arrebata la lista de las manos.
— ¡Ey, no! ¡Devuélveme mi lista! — exclama Ana, extendiendo los brazos para alcanzarla.
Matías la mantiene en alto con una sonrisa burlona.
— Relájate, "mamá" — dice con tono sarcástico, enfatizando el apodo con una inclinación de cabeza.
Ana es la más joven del grupo, pero también la más responsable, la que siempre se asegura de que no muramos en el intento. No es que un año de diferencia sea gran cosa, pero su sentido de la responsabilidad nos hace ver como niños a su lado.
— Cállate, amigo de los T-Rex — suelta Ana, frunciendo el ceño con una mueca.
Isabela se ríe por lo bajo y, sin perder la oportunidad, saca la cámara y dispara varias fotos mientras los observa discutir. Es gracioso verlos así, con esa diferencia de altura tan absurda: Ana, con su metro cuarenta y ocho, estirándose al máximo para alcanzar la lista que Matías sostiene en lo alto como si fuera un trofeo, aprovechando su uno ochenta sin esfuerzo.
Estoy a punto de decir algo cuando mi celular suena.
Miro la pantalla.
Mamá.
Mi sonrisa se congela y, de golpe, el ruido del mundo desaparece. Un escalofrío me recorre la espalda, la piel se me eriza como si el viento hubiera cambiado de golpe. Trago saliva, sintiendo ese peso incómodo que siempre aparece cuando algo que no quiero enfrentar me mira de frente. Qué ironía: en este momento me parezco tanto a ella, esquivando problemas como si no existieran.
Respiro hondo.
Apago el teléfono.
Sacudo la cabeza y me giro hacia los chicos, esforzándome por recuperar mi tono de siempre.
— ¡Vamos, tenemos que irnos ya! — anuncio con energía, dando unos pasos hacia el auto.
Matías, con su actitud despreocupada, se adelanta con una reverencia exagerada y abre la puerta para nosotras con una sonrisa burlona.
— Súbanse, señoritas, las llevaré a su destino.
Ruedo los ojos, pero no puedo evitar sonreír mientras entro al auto. Isabela suelta una risa y se mete detrás de mí, mientras Ana duda un segundo antes de subir, revisando por última vez su mochila.
— ¿Seguro que tenemos todo? — murmura, contando mentalmente sus cosas.
Matías le palmea la cabeza como si fuera una niña.
— Tranquila, mamá. Sobreviviremos.
— Si no nos perdemos primero — añade Isabela, sacando su cámara para documentar el momento.
Le sonrió divertida.
Ana suspira, resignada, y sube al auto.
Nuestro destino: Cerro Santo Tomás. Un día de senderismo nos espera.
Y yo solo espero que mi mente no vuelva a la llamada perdida.
El viaje en auto es exactamente como lo imaginé: Isabela y yo cantamos a todo pulmón, Matías golpea el volante al ritmo de la música, y Ana mira por la ventana, tarareando en voz baja.
Cuando llegamos, bajamos del auto y nos preparamos. Isabela se quitó los lentes de sol y miró el cerro con emoción.
— Son solo 400 metros —dijo entusiasmada—. ¡Esto será divertido!
La miré con una sonrisa antes de responder:
— ¡Vamos por ello!
Ana resopló, observando la pendiente como si ya pudiera sentir sus piernas gritar de dolor. Yo, en cambio, ya me veía en la cima, triunfante y lista para la foto épica.
— Creo que tenemos conceptos muy diferentes de lo que es diversión.
Nos reímos antes de rodearla en un abrazo grupal, casi aplastándola, mientras gritábamos al unísono:
— ¡Te queremos Ana!
Ella nos empujó suavemente, fingiendo molestia, pero no pudo ocultar su sonrisa.
— Cualquier cosa, estoy para cargarte. Solo avísame, ¿ok?— dijo Matías con tono despreocupado.
Ana le lanzó una mirada fulminante antes de asentir. Isabela y yo nos miramos cómplices. Esos dos que se quieren, pero no lo admiten.
La subida fue... brutal. Cada roca parecía más grande que la anterior, como si la montaña nos estuviera desafiando. Y cuando nos topamos con una vieja escalera de madera atada a un árbol, Ana nos miró con pánico.
— ¿Esa cosa es segura?
Matías se encogió de hombros y, sin decir nada, fue el primero en subir.
— Si se cae, sabremos que no lo era — bromeo.
Isabela suelta una carcajada, mientras Ana nos fulmina con la mirada antes de subir también. Le doy un empujón suave a Isabela en el hombro y le lanzo una mirada de "¿viste eso?" justo cuando Matías sujeta a Ana por la cintura para ayudarla. Isabela intenta contener la risa, pero falla miserablemente.
Con el corazón en la garganta, subo esa espantosa escalera, rogando a Dios que no me deje caer en desgracia... literalmente.
Después de atravesar una cueva y escalar unas cuantas piedras traicioneras, por fin llegamos a la cima.
Ana se deja caer de espaldas en el suelo, sin importarle nada más. Isabela no pierde la oportunidad y le saca una foto.
— ¡Eh! — se queja Ana, incorporándose — Esto se sintió como escalar el Everest en tacones.
Le sonrío.
— Eso lo haremos pronto, no te preocupes.
Matías está sentado en una roca, tomando tereré, observándonos con su expresión relajada de siempre. Le hago una seña para que me invite y, sin decir palabra, me pasa el termo.
Respiro hondo mientras veo cómo el atardecer tiñe el cielo de naranja y violeta, y por un momento, todo parece en calma.
— Wow... esto da tanta paz — susurro.