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Capítulo II

Pablo esperaba reunirse con su amigo en un bar en la zona más iluminada de San Justo. El hombre en cuestión se llamaba Emanuel, y era la única persona que lo acompañaba en los tragos. Tras una espera de 15 minutos lo vio llegar prendido a su celular, el cual no soltó hasta que casi chocó con la mesa. Se saludaron uniendo los puños de forma infantil y, Emanuel antes de sentarse,  lo abordó con expresión seria: _ ¿No tenés nada que ver con lo que pasó con Alcides verdad?-

_ ¿Sos boludo, como me vas a preguntar eso?

_ Pablo si querés mi ayuda necesito que me digas la verdad.

_ Vine a tomar un trago con vos. Te voy a decir la verdad: si me pone muy feliz lo que pasó con Alcides, sobre todo porque yo no tuve nada que ver, me ahorraron el drama. Te lo juro.

No hablaron más del tema durante la reunión, a pesar de que ambos sabían que era mentira. Pero prefirieron dejarlo así.

Emanuel era periodista. Del tipo que chequeaba cinco veces una información antes de publicarla, el periodismo para él no era arruinar vidas. Era más joven que Pablo y ambos se habían conocido en la universidad, uno cursando el primer año y el otro el penúltimo. El periodista siempre creyó que era una especie de privilegiado, porque los verdaderos amigos de Pablo solo eran cuatro, el padre de Pablo, Alejo, Amaranta, la dueña de la librería donde ambos compraban fielmente todos sus libros y por supuesto el. Pero Emanuel sentía que tenía una ventaja sobre los otros tres: era el único que lo acompañaba a beber, y también al cual acudía cuando tenía un secreto, y su amigo era un hombre de muchos secretos. Con el correr del tiempo empezó a pagar por su privilegio con una lealtad ciega. No se quejaba, tenía muchas cosas que agradecerle, como por ejemplo que siempre lo había tratado sin etiquetas. Entre ellos nunca hubo incomodidad, frases hirientes, ni juicios de valor.

Emanuel era homosexual, pero jamás asistiría a una marcha de orgullo gay, su familia lo aceptaba pero siempre y cuando se rigiera bajo el mandato familiar de la discreción. Porque en su entorno de hombres con traje y damas de sociedad no había lugar para el comportamiento vergonzoso.

Iban  por la tercera ronda de cervezas, cuando Pablo creyó ver por el  ventanal del bar el cabello oscuro de la chica mexicana, a la que había conocido hace cinco días atrás en la iglesia. Algo en su interior se perturbó, pero su mente práctica le restó importancia. Creyó que el alcohol y las luces bajas del lugar seguramente lo habían confundido. Aunque más tarde mientras descansaba en su cama soñó con ella.

Se despertó con la incómoda sensación del miedo como un manto helado sobre su cuerpo, se acomodó de lado intentando hacer memoria de lo que había soñado, poco a poco las imágenes de una fantasía se manifestaban.

 Estaba atrapado bajo tierra, y desde su extraña posición podía ver las raíces de un árbol crecer con velocidad, fundiéndose y conectándose con la tierra, como las ramificaciones de las neuronas trabajando dentro de un cerebro. Sentía que se ahogaba, la tierra entraba por su nariz y podía saborearla en la boca. La desesperación lo embargó aún más cuando notó que no podía moverse, la adrenalina golpeaba con violencia su pecho amenazando con hacerlo colapsar, hasta que, una fuerza exterior, lo liberó del interior de la tierra. Repentinamente estaba en el umbral de la pequeña iglesia de Alejo, iluminada en su totalidad por velas esparcidas sin orden en el suelo. Frente al altar, de espaldas, quieta como una escultura estaba Ana.

Al siguiente día por la mañana, visitó la iglesia  vestido formalmente para la misa de las 8. Hizo un esfuerzo titánico para mantener sus ojos abiertos durante el sermón, y para no parecer cansado en el ritual de “la paz sea contigo”. La mañana remonto cuando dio un  paso al frente para comulgar y Alejo lo miró de forma asesina; lo sintió dudar  hasta que finalmente accedió a darle la hostia de mala gana. Molestarlo era una de sus cuatro o cinco cosas favoritas, aunque seguramente  tendría que soportarlo de mal humor después dándole una lección de cómo dejar de ser un insufrible. O simplemente lo llamaría hereje.

Al terminar la ceremonia se quedó a saludar y a escuchar a los otros feligreses que lo reconocían. La mayoría pedía cosas, trabajo, remedios, ayuda para construir sus casas o para asistir a un padre postrado. Estaba rodeado de personas cuando diviso a la chica mexicana caminando en su dirección. Ella le sonrió manteniendo la distancia, de pie esperando pacientemente a que se desocupara. Nunca deseo con tanta intensidad quitarse a la gente de encima. Se disculpó inventando una excusa absurda, acercándose al lugar donde estaba Ana, cuando llegó a su lado quedo como un idiota por no saber qué decir.  Culpaba a las imágenes de su sueño que al verla, revivieron repentinamente. Fue un alivio que la chica  supiera como romper el hielo sin hacer el ridículo.

_ Tengo un regalo para ti, es para agradecerte lo del otro día. El padre Alejo ya recibió el suyo.- le dijo extendiendo una caja pequeña envuelta en papel azul. Pablo supuso por el tamaño del obsequio que se trataba de una lapicera de esas delicadas y tontamente caras.

También pensó que la mujer a pesar de verse soberbia era muy ingenua. Volver  por segunda vez sola, a una de las zonas más peligrosas de La Matanza, era pedir a gritos que te asaltaran. No tenía más remedio que volverse su amigo, por lo menos para que se fuera con una buena imagen de su país. Con este objetivo en mente, y sin pensarlo dos veces, como de costumbre le soltó su torpe invitación: _ Vamos a tomar un café.




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