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Capítulo III

Capítulo III

 

Pablo Resnizky era para los allegados, compañeros de trabajo, y otras personas que se cruzaban en su camino un hombre confiable y extrovertido. Del tipo que aparentemente prefería deslizar una broma para relajar el ambiente a tener que mantener una discusión violenta con alguien. A su lado la gente solía sentirse avasallada por su porte, y su rostro de anuncio de perfumes. El cabello rubio y la sonrisa perfecta no ayudaban a sentirse menos impresionado.

Su padre, Aurelio Resnisky, no podía entender como en la adultez su único hijo continuara teniendo comportamientos de adolecente. Lo veía constantemente meterse en problemas, arrastrando gente con sus ideas, convenciéndolos de que pusieran las manos en el fuego por él. Lo que más  maravillaba era su capacidad, por no decir talento, para caer siempre bien parado. Nunca hubo secretos entre ellos dos a pesar del reprochable comportamiento de Pablo, su relación se basaba en una honestidad cruda abrigada por el lazo primordial de un padre con su hijo. Pero eso cambió el día que el nombre de Ana surgió en sus conversaciones.

Tenían como habito almorzar juntos por lo menos 4 veces a la semana, un jueves al medio día se habían encontrado para comer en el restaurant chino de siempre que a su hijo parecía encantarle, ese fue el día donde escuchó por primera vez el nombre de la muchacha.  En el medio de la conversación Pablo le comentó que había asistido a misa en la semana. Otro ejemplo de su falta de respeto a los reglamentos morales básicos de cualquier sociedad.

_ ¡Qué descarado! Estoy cansado de decirte que un día Alejo te va a echar – lo amonestó ruidosamente, haciendo que las personas de las otras mesas los comenzaran a mirar de reojo.- Decime por favor que no pasaste a comulgar.

_ Papá, si no pasaba los votantes me hubieran mirado mal.

_ ¡No me vengas con mentiras! ¿Quién va a estar pendiente de lo que hacen los otros dentro de una iglesia?

_ Cualquier religioso que se respete.

_ ¡Sos judío!

_ Nadie nota la diferencia, eso no figura en el carnet de identidad.

Aurelio hizo un gesto de cansancio tapándose la cara con una mano, movido por la vergüenza ajena. Adoraba a su hijo, pero en momentos como esos, no sabía si reír o llorar ya que en 33 años no había podido hacer nada para disciplinarlo.

_ ¿Cómo es que Alejo todavía te permite entrar? - dijo cambiando el tono molesto por uno  cómplice, permitiéndose una sonrisa discreta.

_ Nunca se anima a dejarme en vergüenza en público, aunque me amenazó un buen par de veces. ¡Pero al final es mi amigo!- aseguró Pablo con una risa más ancha y ruidosa que la de su padre. – Papá…- continuó cambiando su expresión de picardía a otra más seria – conocí a una mujer en la iglesia.

_ Pasaste de perseguir mujeres en bares a perseguirlas en los templos, bien hijo bien. Aunque preferiría una chica judía.-

_ Es rara, se llama Ana. No me quiero casar papá; es que es tan rara que me hace querer volver a la iglesia. Creo que se ha hecho amiga de Alejo, colabora en el grupo de ayuda que entra a la villa.

_ Todas las mujeres son raras, ellas son ellas, nosotros somos nosotros. – lo interrumpió su padre. Aurelio sabría el peso de esa conversación muchos meses después.

_ Mi mamá no. Era simple, ¿o cómo era? – interrogó Pablo a su padre. Pocas veces hablaban de ella.

_ Vos sabes bien como era. La más linda de Buenos Aires.

 

Aurelio Resnizky pertenecía a la segunda generación de judíos nacidos en Argentina cuyos antepasados eran polacos. Había vivido toda su vida en Buenos Aires, y sus padres fueron dueños de un restaurant en La Matanza. Él nació, creció y se quedó a vivir ahí. Con 24 años se graduó como profesor de Historia y 6 años más tarde se casó con Dina Gorenstein, la futura madre de Pablo. Su mujer fue, tiempo pasado porque había fallecido hace 10 años, una mujer encantadora en todos los aspectos de la vida. Aurelio después de viudo no quiso volver a estar con otra mujer. Estaban solos junto a Pablo; su hijo solía ser moralmente “algo corrupto”, o al menos tenía problemas para comprender la diferencia entre lo que estaba bien y lo que no. Generalmente se regía bajo su propio estado de ánimo que, básicamente, dividía sus intereses en aburrido o divertido. Pablo era un tren del que bajabas en shock, pero querías volver a subir siempre.

Ana permanecía de pie frente al espejo en compañía de  Abaddon, que se reflejaba tras ella enorme y azul, la razón de la cita era Pablo y los últimos descubrimientos sobre él.

Cuando fue convocada para encontrar a la oveja perdida que parecía no querer volver por su cuenta, su plan era negociar con ella para convencerla de que regresara a ocupar su lugar, porque un angélico entre humanos era una pérdida de tiempo y poder. Creyó que solo bastaría con mostrarse ante él para ser reconocida, entonces la razón del encuentro sería obvia, pero no contaba con que este angélico fuera un hombre, a simple vista normal,  que no recordaba su propia naturaleza. Si no fuera por su energía realmente podría pasar por un mortal ordinario  y ella lo hubiera creído.

Si lo enfrentaba directamente corría peligro de estar equivocada con respecto al hombre y pasar por loca. Su energía no era ni de cerca la normal para un ser humano, pero sabía que había excepciones extraordinarias en esa especie, sujetos que poseían  magia en su interior y hasta eran capaces de aprender a utilizarla. El problema era que Abaddon no creía que hubiera un error.




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