Roberto Pedraza tenía 65 años. Vivía en Pueblo Chico con su esposa Mabel. Su hijo, Pablo, había fallecido en un accidente automovilístico unos diez años atrás y se habían quedado solos desde entonces.
Eran conocidos en el pueblo como una pareja reservada y humilde. Él era un albañil de oficio que aún hacía algunas changas para llevar un plato de comida a la mesa aunque el cuerpo ya no le daba, al igual que la señora, que aún trabajaba limpiando casas.
Esa noche estaban tomando una sopa de verdura porque era una noche fresca, de esas de mitad de año que hacen silbar las aberturas con el fuerte viento que se cuela. Roberto sorbía y miraba de reojo el horrible fetiche que descansaba sobre la chimenea.
- ¿Para qué compraste esa porquería? -preguntó a su mujer, como lo había hecho cada noche desde que lo había traído a casa.
- Da buena suerte -respondió desentendida la señora que no apartaba la vista del televisor que se reflejaba en sus gruesos anteojos.
- Pffff. Estamos desbordados de buena suerte -acotó con sorna y siguió comiendo.
En medio del ruido que provocaban los sorbidos y el viento que convertía las hendiduras en gaitas, el albañil creyó escuchar una risa.
Era una carcajada ahogada, distante, sutil, casi imperceptible. Pero él estaba seguro que la había escuchado.
- ¿Escuchaste eso? -preguntó levantando la mirada hacía la ventana, como si su vista pudiera atravesar la persiana cerrada.
- ¿Qué cosa?
- Una risa. Como una carcajada.
- No seas ridículo. Habrá sido la tele -respondió la señora mientras sujetaba con fuerza el control remoto y subía el volumen.
El hombre hizo caso y no le dio importancia. Se volvió a llenar la copa de vino y siguió comiendo. Después de todo, su casa estaba en una zona alejada. Su vecino más cercano estaba a varios kilómetros de distancia y era poco probable que alguien deambulara por allí a esas horas.
Segundos después volvió a escucharla. Esta vez podía asegurar que venía desde la estatuilla. La observó fijamente, esperando que le respondiera de alguna manera su mirada inquisitiva, pero nada sucedió. El homúnculo de cuarenta centímetros que representaba un mulato sonriente de blancos y radiantes dientes con mirada desorbitada lo observaba impertérrito.
- No sé para qué compraste esa porquería -repitió, esta vez más para sí que para su esposa, que no dejaba de prestarle atención al televisor.
“Deberías matarla” dijo una voz en su mente. No era la primera vez que lo pensaba, pero esta vez tenía una connotación especial. Era como si alguien más se lo estuviera sugiriendo. Una voz exógena.
- ¿Podes bajar la tele? -dijo molesto por el griterío que llegaba desde el aparato.
- ¿Y vos podes dejar de llenarte el vaso? -respondió la señora más que molesta.
Roberto hizo una mueca de desprecio y volvió a llenarse el vaso, que se había vaciado más rápido de lo que recordaba.
La risa regresó. Esta vez estaba seguro que era el mulato. Lo miró fijamente. La estatua le devolvió la mirada. Se quedaron así un instante. “Muñeco de mierda” pensó.
Al día siguiente todo el pueblo hablaba del homicidio. “Pueblo chico, infierno grande”. La noche anterior Roberto había llamado a la policía diciendo que había matado a su esposa. Lo encontraron cubierto de sangre con su martillo aún aferrado con fuerza en la mano derecha. La señora Mabel yacía en el suelo de la cocina con la cabeza deshecha. Junto a ella había restos de cerámica de lo que otrora fuera el fetiche de la suerte.
El juez no creyó la historia del hombre. Mandó a internarlo a una institución psiquiátrica porque, por su edad, no era conveniente encerrarlo en una cárcel, pero de haber sido un poco más joven de seguro estaría purgando una cadena perpetua.
Es cierto que su nivel de alcohol era muy alto, pero también es cierto que por su edad y las secuelas de su trabajo, no poseía la fuerza necesaria para tal matanza. Aunque nunca le creyeron, él seguía asegurando que mientras el martillo descendía y se hundía en la masa encefálica de su esposa, podía escuchar una risa macabra que venía desde el fetiche.
Editado: 13.02.2019