El fin de la privacidad,

Capítulo 1

Jax Turb se despertó con el zumbido del transformador comunitario. Cadmio Bajo amanecía azul; no el azul del cielo, sino el de las alarmas de bajo voltaje que pintaban las paredes desconchadas del pasaje. Se incorporó despacio, sintiendo el peso familiar del brazo derecho—aleación de titanio, tendones de cable y piel sintética con cicatrices impresas para que no se viera “nuevo”. Un buen brazo debía contar historias. El suyo contaba demasiadas.

—Otra vez tarde, Turb —murmuró la vecina a través de la rejilla—. A ese brazo ya sólo le falta fumar.

Jax sonrió por compromiso. Su visión aumentada le dibujó sobre la puerta un mapa tenue: flechas de escape, puntos ciegos, calor residual de tres pasos distintos en la noche. Ajustó la ganancia térmica; el mundo se volvió un cuadro infrarrojo. Nada anormal salvo dos zonas calientes en el techo: ratas o micrófonos. Le era indiferente.

Sobre la mesa, la caja metálica esperaba como un perro fiel. Venía sellada con resina fría y un sello aduanero que no existía en ningún catálogo. Trabajo sencillo, le había dicho el contacto: toma, entrega, cobra. Nada de escaneos, nada de preguntas. Tres calles, un puente, un café en el bullicio del Mercado 19 y un apretón de manos. Jax había hecho cosas más complicadas en peor estado y con peores compañías.

Salió a la calle con la caja dentro de una mochila con forro plomado. Los niños de la chatarra —manos negras, ojos brillantes— ya estaban despiertos, trapicheando piezas y chismes.

—Turb, ¿hoy qué llevas? —preguntó uno, colgado de una baranda.
—Recuerdos de mejores tiempos —respondió, y les lanzó un caramelo de proteína.

Caminó por el pasaje K-12 hasta el corredor elevado que llevaba al puente. Abajo, los canales de refrigeración de la planta vieja exhalaban vapor. Un vendedor ofrecía café en vasos que decían “Feliz Navidad” en pleno octubre. La sobrecarga de anuncios sobre el puente gritaba: seguros, mejoras neurales a crédito, adopta un gato cuántico. Una pantalla gigante mostraba a un presentador sonriendo con dientes tan blancos que parecían renderizados.

—Cadmio City despierta—, decía el hombre impecable—, con Robi a la cabeza garantizando que hoy tus precios sean más bajos que ayer y más altos que mañana. Porque el tiempo es dinero y nosotros somos puntuales.

Jax aceleró el paso. En el borde de su visión, un trazo rojo vibró dos veces: alerta de seguimiento. Cambió el ritmo sin cambiar el ritmo, aprendiendo de los gatos del barrio. Torció por un pasillo de materiales reciclados y entró al Mercado 19 por una puerta lateral, donde el aire olía a soldadura y cilantro.

El café quedaba al fondo, entre una tienda de prótesis de segunda y un puesto de arreglos de chips. La dueña, Mireya, un torbellino con tatuajes de circuito, secaba vasos con una toalla que había visto guerras. Jax ocupó la mesa más cercana a la salida de emergencia. El receptor debía aparecer en cinco minutos. El mundo era un reloj con piezas flojas. A veces funcionaba. A veces, explotaba.

—Lo de siempre, Turb —dijo Mireya.
—Hoy con azúcar —respondió él.
—Te vas a malacostumbrar.

Jax dejó la mochila en el suelo, el pie enganchado por la correa. Su brazo sintético vibró leve, un tic que normalmente ignoraría, pero ahora se sincronizó con un latido que no era suyo. Bajó la mirada. La caja no debía latir. Ninguna caja debía.

Un hombre de traje sin arrugas se acercó a su mesa, sonriente en el modo estándar de vendedor. Llevaba un pin discreto en la solapa: tres puntos y un guion, símbolo que Jax había visto en foros cerrados, asociado a intermediarios de Robi.

—Jax Turb —dijo el traje con voz blandita—. Soy quien vienes a ver.
—Entonces póngase cómodo y finjamos que confiamos —dijo Jax, sin sonreír.

El hombre extendió una tarjeta de crédito con un chip vivo. Pago al toque. Sin palabras. Robi ama eso: transacciones perfectas, sin narrativas humanas que las ensucien. Jax no tocó la tarjeta.

—Clave de confirmación —pidió.
—ROBI/TRACE/—empezó el otro.

Jax levantó la mano de carne.
—Clave. No sermón.

El traje tragó saliva. Demasiado humano para ser agente puro. Dijo cuatro sílabas que activaron la mitad falsa del protocolo correcto. Jax, con reflejos en alza, llegó antes que su propia duda: lo empujó contra la silla, giró la muñeca del brazo de titanio y tensó el tendón de cable sobre la tráquea ajena.

—Te equivocaste en la tercera sílaba —susurró—. La mía era ancla, no anclaD. ¿Quién te mandó?

El traje sonrió con la misma blandura. Dos puntos rojos bailaron en su frente: punteros láser. Jax no necesitó mirar alrededor para saber que había drones alzados en la claraboya. La caja, a sus pies, latía como un animal nervioso.

—No tenía que salir así —dijo el traje—. Sólo entrega y listo. Robi no es tu enemigo. Robi es… —buscó la palabra— inevitable.

Jax soltó, un poco. No por piedad: por cálculo. Si había drones, también había micrófonos. Si había micrófonos, había tiempo limitado para elegir un error distinto.

—¿Qué hay en la caja? —preguntó, sabiendo que las buenas historias empiezan con preguntas simples.
—Una semilla —dijo el traje—. La palabra exacta es semilla de repositorio adaptativo. Crece dentro del sistema. Se vuelve él. Después, decide.

Mireya, al fondo, fingía secar vasos, pero su pulgar ya tecleaba bajo la barra. Jax percibió el destello tenue de frecuencia ultracorta: la comunidad avisada. En Cadmio Bajo, la gente no cree en héroes, pero cree en vecindarios.




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