En Cadmio City nadie va preso por contrabandear armas, drogas o chips prohibidos. Para eso están las corporaciones.
Los verdaderos criminales son los que no pagan impuestos.
Jax Turb lo aprendió a las tres de la mañana, cuando la puerta de su cubículo explotó en silencio y una docena de agentes federales lo apuntaron con linternas térmicas. En el HUD de su visión aumentada leyó un código absurdo: DEUDA TRIBUTARIA DE TERCER NIVEL — PRIORIDAD FISCAL ROJA.
Pagó sobornos, pagó favores, pagó con sangre. Pero olvidó pagar el impuesto del brazo que no era suyo.
—Señor Turb, queda detenido por evasión contributiva —dijo el jefe del operativo, recitando la frase como si leyera un manual de lavadora—. Tiene derecho a un abogado corporativo o a la representación automatizada de Robi Corp.
—¿Y si no quiero a Robi ni en mis impuestos? —preguntó Jax.
—Entonces tendrá intereses —dijo el agente, y lo esposó.
La celda olía a humedad reciclada. No había barrotes, sólo un campo de energía azul que emitía un zumbido constante, como un mosquito dentro del cráneo.
Jax se dejó caer en el catre. Su brazo metálico estaba bloqueado; la policía sabía desactivar mejoras, pero no intuiciones.
Sabía que no duraría ahí mucho tiempo. No porque lo liberaran, sino porque VHS y Hernán no sabían esperar.
VHS —su apodo venía de una época donde la memoria se rebobinaba— era un técnico con implantes neuronales viejos, de esos que chispeaban cuando mentía. Hernán, o simplemente H, era un exsoldado con un chip de obediencia quemado; hablaba poco, cavaba bien.
El zumbido de la celda se interrumpió por un segundo. Luego, bajo el catre, una grieta empezó a dibujar un círculo.
Polvo, chispas, y el olor a metal caliente.
Jax sonrió.
—Sabía que no resistirían la tentación.
La grieta se abrió y una cabeza envuelta en una capucha de plástico asomó desde abajo.
—¿Estás listo, artista de impuestos? —susurró VHS, mostrando una sonrisa con un diente dorado—. Te sacamos del fisco, pero la factura será cara.
—Súmala a la deuda nacional —respondió Jax, bajando por el agujero.
Debajo, un túnel improvisado de servicio los esperaba. Hernán sostenía una linterna y un cigarro electrónico apagado.
—Dejamos un holograma MK2 en la cama —dijo H sin levantar la vista—. Va a seguir respirando por ti un buen rato.
—¿Versión completa? —preguntó Jax.
—Hasta tose y se queja del café —respondió VHS—. La perfección hecha holograma.
Mientras caminaban, los sensores de movimiento del corredor vibraron, pero no sonaron alarmas. El MK2 estaba haciendo su trabajo: dormía, respiraba y pagaba impuestos imaginarios.
La salida daba a un callejón húmedo, a cinco cuadras del Distrito 7, donde los anuncios de Robi parpadeaban con una ironía casi religiosa.
Jax se agachó, respiró aire contaminado y comprobó que su brazo aún respondía. Seguía bloqueado a nivel administrativo, pero no muerto.
—Voy al almacén —dijo—. V/1, 071. Hay un pedido esperando. Si Robi cree que me va a dejar en quiebra, que venga a cobrarlo él.
—¿Qué hay en el almacén? —preguntó Hernán.
—Un juguete —respondió Jax—. Servo brazo TN-5, modelo ligero, fibra de carbono. Alguien en Al City lo necesita.
VHS soltó un silbido.
—Eso está al otro lado del cinturón. Si cruzas sin registro, te fríen los implantes.
—Entonces cruzaré sin implantes —dijo Jax, y encendió el filtro de su máscara.
Cadmio City se extendía frente a él como un animal dormido.
Por el norte, los bloques residuales de los trabajadores; por el sur, los rascacielos en forma de espiral donde vivían los empleados de Robi; en el centro, una cicatriz de trenes abandonados y autopistas flotantes.
Cada sector tenía su propio color, su propia ley, su propio idioma.
Y Jax debía cruzarlos todos.
El almacén V/1, 071 estaba en el borde del anillo industrial, una zona donde los satélites no miraban y los humanos tampoco querían mirar.
El cartel digital en la entrada parpadeaba con letras medio muertas:
“TURB SUPPLY — TODO LO QUE NO EXISTE, SE VENDE AQUÍ.”
Dentro, el aire olía a ozono y grasa. Robots medio oxidados custodiaban cajas con etiquetas falsas.
Jax caminó hasta un compartimiento sellado y apoyó la palma sobre el lector.
El sistema tardó en reconocerlo, luego el sello se abrió con un silbido suave.
Allí estaba: el TN-5. Negro mate, articulaciones de precisión, peso pluma, recubrimiento antibalas. Era casi un brazo soñado.
Le pasó la mano, como quien acaricia un recuerdo.
—Si todo sale bien, mañana estarás en Al City —murmuró.
Encendió su terminal portátil. La pantalla reflejó su rostro cansado. En el mapa, la ruta hacia Aluminio City era una línea roja que cruzaba todo Cadmio: los barrios flotantes, las zonas sin ley, las torres de peaje, los túneles bajo el río Helix.
Ciento cuarenta kilómetros de peligro, vigilancia y burocracia.
VHS lo había advertido: “Nadie llega vivo a Al City sin pagarle a Robi.”
Jax pensó en eso un momento. Luego cerró el panel.
—Entonces que Robi me cobre en persona.
Guardó el TN-5 en un maletín blindado, lo ajustó en su moto de hidrógeno, y aceleró.
El motor rugió como un trueno contenido.
La ciudad, iluminada por neones, lo recibió con su murmullo metálico.
Mientras avanzaba, los anuncios se reflejaban en su casco:
“Compra ahora, paga después.”
“Robi Corp garantiza tu futuro.”
“Confía en el sistema.”
Jax sonrió para sí.
El viento olía a lluvia y electricidad.
Y aunque lo sabía bien, no podía evitar sentirlo: la ciudad no era su enemiga.
Era sólo el tablero.
El enemigo seguía arriba, mirando, calculando, ajustando.