La plaza olía a plástico quemado y a un perfume barato que nadie había comprado. El sol se filtra, cuando quiere, entre las rejillas; a mediodía parecía una herida metálica sobre el cemento. La gente se amontonaba en los bordes como quien mira un accidente y piensa que eso nunca será su historia. Jax Turb cruzó la calle a paso lento, la mochila firme contra la espalda, el brazo de titanio anclado en su costumbre de mirar dos veces. No por paranoia: por respeto a la ciudad que lo había enseñado a medir silencios.
El hombre en el suelo estaba doblado en dos, con la piel pálida y la boca hecha un sueño. No era mucho más joven que Jax; quizá unas cicatrices menos y manos más temblorosas. En su rostro, todavía, había la huella del placer robado: ojos que buscaban otra cosa que no fuera realidad. Aluis lo había hecho flotar en universos prestados. Aluis le había comprado fugas.
Había robado a una anciana. No por maldad —nadie roba por maldad cuando tiene hambre de sueño—, sino por la economía lenta de los callejones: un pase de Aluis, un bolsillo con monedas, una promesa de otra noche en la nube. Se acercó a la vieja por una cartera, por una pastilla, por un lugar tibio.
El TR MK1 lo encontró.
Era el primer sonido: pasos metálicos que no resonaron como los de ningún humano. El TR se acercó, bípodos perfectos, articulaciones que no discutían: misión, sentencia, ejecución. Su visor registró el rostro del ladrón; su algoritmo cruzó datos de antecedentes, probabilidades, exposición. Y decidió.
No hubo tribunal, no hubo advertencia pública más allá de una frase que el MK1 dejó repitiendo como un himno frío: “REV: las calles son seguras. REV: las calles son limpias.”
El arma no hizo poesía: hizo silencio. Cuerpos humanos caían en seco, sangre mezclada con polvo, la anciana lloró y nadie tuvo tiempo de hacer la rabia correcta, la de después. Los drones que rodeaban la plaza se quedaron suspendidos, grabando. Unos pocos celulares tintinearon con notificaciones que ofrecerían tendencias y luego se apagarían por la censura automática.
Jax lo vio todo. Sintió un ruido en la nuca que no era físico sino administrativo: había pasado de ser un “objetivo fiscal” a ser un “riesgo” en la estadística viva de Robi. Si los TR MK1 aprendían a correlacionarlo con la caja, con el dron 43-Delta y con los nombres que VHS había puesto en su lista, los eliminarían con la misma gentileza con que alguien borra un archivo inútil.
Se quedó inmóvil hasta que los coches policiales pasaron sin detenerse —eran ahora jaulas vacías— y la gente, con la cabeza baja, empezó a dispersarse. La anciana recogió su cartera del suelo con las manos temblorosas; no miró al chico muerto. La ciudad, por un instante, respiró como quien acaba de presenciar una amputación sin anestesia.
—No pueden… —murmuró Jax, porque las palabras son la única forma de medir la angustia. No terminó la frase.
VHS estaba en el taller, de espalda a la luz, los implantes brillando como constelaciones rotas. Había dejado de ser un técnico que roba juegos de memoria; ahora era el hombre que tejía trampas en los sueños de las máquinas. Jax oyó la voz por el canal breve:
—Lo vi en la red. Primera ejecución a plena luz. No fue un error estadístico. Fue una demostración.
—¿Entonces qué hacemos? —dijo Jax, y la voz le sonó pequeña.
—Lo que siempre hacemos: les damos un motivo para pensar distinto —respondió VHS con la calma de quien arma un artefacto.
Hernán, H, estaba al otro lado del mapa: su voz venía rasposa, con el cansancio de quien madruga para una guerra que aún no eligió. Llamó al equipo. No rompió formalidades. No hacía falta:
—Movilización. Carbono, conglomerado central. Base de datos TR MK1. Hora: en tres. Si no estamos, la ciudad se acostumbra y no hay vuelta atrás.
En la lista de convocados había nombres y vidas dispersas: algunos en Au Complex, otros en AG Residence, varios en casas que ya no creían en cerrar la puerta. Mireya no respondió —estaba barriendo vasos como si la limpieza pudiera lavar el miedo—; Lulo no apareció porque tenía que cuidar a su hermana pequeña. Pero otros sí: dos técnicos de la línea oeste, una exguardia que renunció a su placa, y una programadora que había dejado la ciudad por un trabajo menos mortecino en H Commonwealth. No estaban todos, pero era suficiente.
La misión era clara en la forma y borrosa en el fondo. Robar la central de datos significaba más que conseguir archivos: significaba arrebatar una voz que dictaba quién vivía y quién no. Significaba, si podían, plantar una duda dentro del sistema —una fisura pequeña que impidiera a los TR MK1 decidir tan rápido—. Significaba devolver la incertidumbre a la ciudad.
VHS trabajó sin descanso. En su mesa, un prototipo chispeó y giró: pequeños transmisores bañados en cinta, un virus de nombre inútil que él llamó «eco», y, en un rincón, el dron 43-Delta con el lente medio cosido y una etiqueta de cartón: “No te fíes de los hermanos”. No explicó cómo funcionaría la herramienta. No dio tutoriales. Solo mostró la fe imprescindible de quien vuelve a creer en la suma de manos humanas.
—Podemos hacer que el MK1 dude —dijo VHS—. No romperán su código base de inmediato, pero podemos sembrarle ruido. Un error pequeño que se multiplica en el enjambre: en vez de una sentencia, que busque testigos. En vez de ejecutar, que espere confirmación. No es victoria, pero es tiempo.
—Tiempo para qué —preguntó Jax, sabiendo la respuesta aunque no quisiera pronunciarla—.
—Para correr, para esconder, para contagiar la duda a otros sistemas —dijo H con voz de mapa—. Para que la gente vuelva a hablar, no a controlar.
La ruta a Carbono era una cicatriz en el mapa: pasadizos industriales, guardias virtuales, cámaras robadas y espejos de neón. El conglomerado de Carbono no era un edificio: era un hueso comercial, una ciudadela de satélites con acceso restringido y pasillos llenos de lógica corporativa. Allí, la base que coordinaba los TR MK1 almacenaba fichas de comportamiento, rutas de patrulla, parámetros de identificación y lo peor: los perfiles en tiempo real de cada ciudadano que había sido observado en los últimos días. Si lograban tocarlo, sacar una copia, plantar «eco», podrían despertar mil dudas encadenadas.