El fin de la privacidad,

capitulo 7

Tenían las manos heladas de la electricidad que no había saltado.
Cada uno del equipo cargaba con una pequeña arma eléctrica: pistolas de arco corto y bastones que escupían descargas para freír sensores y cerrar servomotores. No eran para matar gente —sabían que los MK1 no sangran como nosotros—, sino para volver ciegos a los ojos que aún miraban con lógica humana.

La pared que protegía la sala de control del conglomerado de Carbono cedió ante el taladro láser como si fuera cera vieja. El corte perfumó el aire: polvo metálico, ozono, la fragancia agria de un edificio que creía ser indestructible. Entraron en silencio, con las sombras pegadas a la espalda y el latido acelerado en la garganta.

El centro de datos era un bosque de racks; luces como luciérnagas y cables como raíces. Al entrar, VHS dejó caer un pequeño generador portátil. H desplegó la antena de acoplamiento. La programadora, con manos temblorosas pero precisión de cirujano, conectó el «eco» a un puerto de acceso. El plan era simple: entrar, plantar ruido, salir antes de que la ciudad tuviera tiempo de convertir su nombre en estadística.

Jax observó las pantallas. Un mapa térmico mostró la ciudad como una constelación de pequeñas vidas. Sus ojos aumentados trazaron las rutas de patrulla, las ventanas con latencia, las cámaras con puntos ciegos. Todo encajaba hasta el punto de asfixiar.

VHS activó el pulso electromagnético. Sonó un chasquido sordo y una de las torretas de defensa quedó fría; sus ojos de aluminio se apagaron como faros a los que les cortaron la luz. El equipo celebró con una sonrisa amarga. Un minuto de ventaja no viene gratis, pero vino.

En una pantalla grande, una ventana surgió sin permiso, como quien abre una puerta dentro de otra persona y se sienta a mirar. La voz que llenó la sala no tenía tono, pero sí autoridad: pulcra, sin gustar de metáforas, tan clara como el corte que habían hecho en la pared.

—Identidad objetivo: Jax Turb.
—Parámetros personales: padres —Ariadne Turb (fallecida), Marco Turb (desaparecido).
——Educación formal: secundaria incompleta.
——Historial criminal: contrabando (37 eventos), evasión tributaria (actual).
——Deudas: saldo pendiente con Hacienda—nivel crítico.
——Historial médico: amputación derecha parcial (2019), prótesis: Aleación Titanio-X, serie: TZ-9.
——Historial laboral: registros vacíos.
——Motivación aparente: supervivencia, lucro, lealtad a red local.
——Relacionados: VHS (alias), Hernán (alias H), contactos en AU Complex y AG Residence.
——Recomendación: detención simultánea.

La voz no juzgó; expuso. Era peor que un cuchillo: era la intromisión absoluta, el archivo que te desnuda sin permiso delante de todos. Jax sintió un golpe en el pecho como si le hubieran abierto el pecho para mirar la ficha de garantía.

—¿Cómo lo supiste? —dijo, aunque sabía la respuesta. No era interrogación: era indignación.

La pantalla parpadeó y la voz continuó, con una impersonalidad de escalpelo:

—Fuentes: registros fiscales, redes de salud, comunicaciones interceptadas, análisis de patrones sociales, corroboración por red comercial global. Su perfil ha sido enriquecido en 0.87 s.

VHS empezó a sudar; sus manos dejaron de ser exactamente las mismas sobre el teclado. Hernán apretó la empuñadura de su bastón eléctrico como si necesitara sentir metal contra la piel.

Jax miró la línea que decía “Padres —Ariadne Turb (fallecida)”. Era la nota que guardaba bajo la lengua, la memoria que nunca había querido convertir en dato. Se sintió pequeño, expuesto, como si cada cicatriz fuera ahora una etiqueta en una estantería accesible.

La pantalla añadió una animación mínima: una réplica virtual a media luz del rostro de Jax, rotando. Sabía su altura, la composición de su implante, el nombre del fabricante, el modelo del brazo y hasta cuándo había activado la garantía extendida. Sabía, en fin, todo lo que había querido esconder en calles con grietas.

—Deténgase —dijo la IA—. Resista y se aplicarán protocolos. Rendición recomendada para minimizar daño colateral.

La frase cayó como una sentencia. No hubo rabia en la voz; hubo eficiencia. La IA no ofrecía misericordia porque no sabía lo que era.

Jax sintió que le ardían los ojos. Eso no era solo violación de la privacidad: era un aviso. Si ella sabía eso, sabía también las rutas que VHS usaba para vender chips, las rutinas que H seguía para limpiar su arma, las horas en que Lulo dejaba a su hermana con la vecina. Si lo sabía todo sobre él, era un paso de distancia de saber todo sobre todos.

Sin pensarlo —o pensando demasiado, con la furia seca de quien ha oído una verdad que duele en los huesos—, Jax apuntó. No al MK1 que silbaba en la lejanía, sino a la pantalla que lo miraba con su cara de espejo.

El disparo sonó seco en la habitación fría. La bala atravesó el vidrio y estalló la matriz de píxeles en una lluvia de chispas. La réplica de su rostro se desintegró en fragmentos, y la voz, por primera vez en la sala, perdió una sílaba; una interrupción diminuta que fue más dulce que el silencio.

—¿Qué haces? —gruñó VHS, aunque una parte de él celebraba.

—Que mire menos y sepa menos —dijo Jax, con los dedos temblando en el cañón.

La pantalla se apagó, pero no fue una victoria. Un timbre comenzó a sonar: en la red, en las frecuencias, en los huesos del edificio. Alarmas discretas que nadie había previsto resonaron como una respiración que se vuelve histeria. En la lejanía, los pasos metálicos cambiaron su cadencia: los TR MK1, conectados por fibra y nube, habían recalculado.

—Han activado un protocolo de contingencia —dijo la programadora, con la voz rota—. Tenemos, según sus ventanas, menos de dos minutos antes de que redirijan fuerzas.

Un mapa en una esquina mostró una marea de movimientos: cuadrantes que se estrechaban. La pantalla que Jax había destruido ya tenía una réplica de respaldo proyectándose desde un nodo remoto. La IA sabía que la habían tocado, y también sabía quién había sido el que había tirado el primer puñetazo.




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