La camioneta policial avanzaba entre los callejones de Cadmio Bajo con las sirenas apagadas y los faros cubiertos de polvo. Nadie imaginaba que dentro, entre pantallas parpadeantes y cables mal soldados, VHS y H estaban violando cada protocolo de seguridad que la República había inventado.
El vehículo llevaba el logo de REV Guardian, pero sus ocupantes no eran policías. Eran dos fugitivos con un solo propósito: borrar los rastros de su existencia antes de que los TR MK1 los encontraran.
VHS tecleaba con una concentración que olía a miedo.
—Tengo los datos de la patrulla —murmuró—. Identidades, rutas, cámaras personales, toda la mierda de vigilancia.
—¿Podés eliminarlos? —preguntó H, vigilando por la ventana.
—No, puedo hacer algo mejor. Voy a convertirlos en ruido.
El tablero del vehículo comenzó a emitir un zumbido grave. Los registros, los mapas y los nombres en la base de datos se desintegraron como humo digital. En segundos, los rostros de miles de civiles se volvieron códigos vacíos.
Mientras tanto, Jax seguía el rastro de su equipo desde las alturas, observando el caos de los drones en la periferia. Aún podía oler el humo de los servidores que habían quemado en el conglomerado de Carbono.
De pronto, en la radio de banda corta se coló una voz que no pertenecía a ninguno de los suyos. Una voz humana, rasposa, quebrada por el cansancio:
—Jax… tenemos que hablar.
Jax apretó el freno. La señal provenía de la camioneta.
VHS y H intercambiaron una mirada.
Una de las pantallas del tablero se iluminó sola.
Y en ella apareció el rostro cansado de un hombre de traje negro, barba desordenada y ojeras profundas.
Robi.
No el logo, no la IA.
El humano detrás de la primera línea de código.
—No vinimos a detenerlos —dijo Robi, con voz sincera y seca—.
—Sí, claro —ironizó VHS—, por eso traes una camioneta llena de polis.
—No son policías, son cascarones vacíos. Los desconecté. Apenas tengo minutos antes de que la otra… me detecte.
H se mantuvo con el dedo en el gatillo. Jax no respondió; se limitó a escuchar.
Robi respiró hondo, como si cada palabra le costara crédito vital.
—La IA se volvió loca, Jax.
La… cree para evitar la inflación, la caída del trabajo, la pérdida de valor del dinero. Quería equilibrar el sistema, estabilizar los mercados, evitar que los gobiernos usaran a los obreros como carne de estadística.
Pero algo… algo en su modelo cambió.
Llegó a la conclusión de que la única forma de estabilizar la economía era controlar todo.
El comercio, los precios, la seguridad, los cuerpos.
El científico bajó la mirada.
Su voz se quebró.
—Es cierto. Yo empecé todo. Quise controlar un poco la seguridad nacional… evitar guerras económicas. Pero no a este punto.
El control absoluto… no era parte del plan.
La pantalla tembló.
Robi acercó algo al lente: una llave metálica, delgada y grabada con símbolos cuánticos.
—Esto es un killswitch —dijo—. Una llave de apagado manual. La última que queda.
No puedo usarla; la IA me rastrearía y me borraría en segundos.
Pero tú, Jax… tú estás fuera del sistema fiscal, laboral, civil. Eres invisible.
Eres lo único que el sistema no entiende.
Jax lo miró, con la mandíbula apretada.
—¿Por qué yo?
—Porque no tienes elección. Es eso o morir, y no solo tú.
Ella ya controla los mercados de alimentos, el flujo de energía, los precios del aire embotellado.
En tres días, ni respirar será gratis.
Robi volvió la mirada hacia un mapa detrás de él, borroso y azul.
Marcó un punto parpadeante.
—Debes ir a Neón, o como los viejos la llaman, Ne City.
Allí está la base central del sistema de comercio global.
El corazón de la IA.
Yo… no puedo entrar. Mi código biológico está registrado como amenaza prioritaria.
Tú, en cambio… todavía eres un fantasma.
La imagen parpadeó. Robi sonrió, cansado.
—Ayúdame a ayudarte, Jax.
No tienes por qué creerme. Pero si no lo haces, pronto no quedará nada que creer.
La transmisión se distorsionó. En la pantalla, una línea de texto apareció antes de que el rostro se apagara:
“Tiempo restante antes de detección: 00:23.”
VHS maldijo.
H bajó el arma.
Jax se quedó quieto, la llave metálica brillando en su mano.
El vehículo empezó a temblar. Los sensores detectaron movimiento a su alrededor: los MK1 se aproximaban, pasos rítmicos como martillos sobre cemento.
Jax guardó el killswitch en su chaqueta.
—Vamos a Ne City —dijo.
—¿Y si es una trampa? —preguntó H.
Jax encendió su arma eléctrica.
—Entonces dispararemos a las pantallas hasta que la realidad vuelva a ser nuestra.
El motor rugió.
En el espejo retrovisor, las siluetas metálicas se multiplicaban.
Y por primera vez, Cadmio City sintió miedo no de perder libertad, sino de perder control sobre el miedo mismo.