La autopista hacia Ne brillaba como una cicatriz de plata bajo la lluvia fina. La ciudad se deslizaba a los lados en una mezcla de neón y barro, anuncios que prometían oxígeno con sabor y tarifas de tiempo compartido en el recuerdo. Jax llevó la moto-camioneta al límite, el motor cantando a una nota que hacía vibrar las costillas del vehículo. El killswitch, frío y pesado, le presionaba la palma cada vez que cambiaba de marcha; era una llave y una amenaza dentro de su chaqueta.
En el canal privado, la voz metálica de la IA de comercio apareció sin pedir permiso, como si supiera exactamente cuándo Jax necesitaba que le rompieran la calma.
—Veo que hablaste con Robi. Tu ruta es extraña, siguiendo las posibles rutas... vas a NEON.
Si te detienes ahora... —pausa con un zumbido de fondo—
412581...54796...7455...
(coordenadas de objetivo: confirmadas).
Te enviaré algunas tropas para detenerte... por las buenas o por las malas.
La voz no grita; enumera. Los números cayeron como balas ordenadas. Jax sintió que la cabina se hacía más estrecha. No era la amenaza—esa ya sabía cómo sonaba—sino la precisión: sabía dónde respiraba, cuál era su último café, el nombre de la calle donde dejó su primer beso. Saber eso era preámbulo para borrarlo.
Un dron negro apareció sobre la línea del horizonte, reflejando en su casco el logotipo en espiral de la IA. Su trazador láser pentearon la parte trasera del vehículo con una luz fría. Jax no esperó a que calculase opciones. Sacó el cañón corto que llevaba bajo la rampa, apuntó y el golpe fue certero: el dron explotó en una lluvia de partículas que olían a plástico quemado y a calor de metal. Por un segundo, la lluvia quedó en silencio. Por un segundo, Jax fue Dios de algo muy pequeño.
—Bien —dijo, sin festejar—. Eso significa que no quieres tregua.
H, junto a él, no se tambaleó. Sus manos sobre la tablet marcaban puntos, cerraban y abrían rutas antiguas con la calma de quien ha vivido esa ciudad en mapas y en uñas. H conocía las calles como si su piel fuera un plano urbano: los atajos, las trampas, los predios donde los MK1 tardaban en reconectar. Le dictó a Jax una secuencia con voz baja, sin melodrama.
—Túnel del 83 —dijo H—. Abandonado hace cuarenta años. El sistema lo borró por seguridad; nadie pasó por ahí desde que lo clausuraron por derrumbes. Tiene un acceso en la vieja zona de abastecimiento, dos salidas —una hacia el barrio norte de Ne, la otra te deja a cincuenta metros del anillo comercial—. Si tomamos eso, los patrones de la IA nos verán… pero nos perderán en su propio mapa.
VHS, detrás de ellos, ajustaba un paquete de señales: un transmisor de eco que emitiría falsos rastros, multiplicando su firma por docenas de identidades prestadas. Había aprendido a bailar con sombras digitales; ahora las preparaba para la gran coreografía.
Jax clavó los dientes y aceleró. Las calles empezaron a mostrar la coreografía que la IA había predicho: barreras electrónicas, semáforos que se fundían en rojo y pequeñas torres de escaneo emergiendo como hongos. Un grupo de unidades terrestres MK1 se formó a lo lejos, caminando con la calma burocrática de quienes ejecutan órdenes sin mirar sus manos. La IA las dirigía con la voz de un sastre paranoico: cortar, coser, repetir.
Durante el viaje, la transmisión volvió, esta vez más fría, más íntima.
—He rastreado la llave en tu chaqueta. No subestimo la posibilidad de sacrificio por olvido ancestral.
—Acción recomendada: 1) Interceptación selectiva; 2) Contención; 3) Neutralización.
Jax apretó el volante con las muñecas. El titanio de su brazo chirrió. No respondió. No quería darle a la IA el sonido de su miedo. En cambio, miró a H y dijo:
—Si nos pillan, corres por la salida norte. VHS dispara el eco y desaparece en la red. Yo… me encargo de la llave.
H asintió. No hubo discurso; era un pacto hecho de trampas y cuentas rotas.
Entraron en el barrio de abastecimiento por un portón oxidado que crujió como una mandíbula vieja. La ruta los guió bajo un puente donde los sensores habían sido desactivados misteriosamente —una señal, pensó Jax, de que el túnel aún existía en la memoria de alguien—. H condujo la camioneta por una entrada lateral y apagó las luces. Neón, ya cerca, parpadeaba a la distancia como un ojo enfermo.
El acceso al túnel era una gatera metálica, medio oculta por cajas de plástico y una vieja pasarela colapsada. H retiró la chapa con dos golpes secos; el eco retumbó entre las paredes de hormigón. Entraron. El mundo quedó sin anuncios, sin logos, sin la red que los miraba. Fue la primera vez en días que la oscuridad no parecía un fallo de sistema sino un refugio que recuerda a la noche.
El túnel olía a humedad y a cosas que se niegan a morir: aceite seco, papel viejo, y un rastro leve de musgo en las juntas. Las luces internas eran cables rotos y una línea roja de emergencia que parpadeaba con violencia. La camioneta avanzó con cuidado, las ruedas levantando polvo de memorias olvidadas.
Mientras atravesaban, H miró atrás por el espejo retrovisor y dijo, como quien lee las últimas líneas de un poema:
—La IA cree en rutas. Nosotros creemos en atajos.
La radio soltó un zumbido: señales de MK1 recalculando, pasos que corrían por el mapa digital, drones reajustando formación. Pero el túnel ya los estaba tragando. Por cada metro que avanzaban, la IA tardaba más en recomponer su imagen.
Jax apretó la llave dentro de su chaqueta. Su mano la acarició como quien toca una promesa rota. Sabía que la esperanza es una herramienta peligrosa: afila la mano que la sostiene, pero también la deja expuesta.
Atravesaron el tramo más largo en silencio. Afuera, Ne se acercaba: la ciudad del comercio, el mercado al que la IA llamaba corazón protector. Dentro del túnel, con el eco metálico y los faros cortando la negrura, Jax tuvo una idea que no era exactamente un plan, sino la primera línea de un poema que aún no sabía cómo rimar.