Semanas después, el amanecer sobre Cadmio City era distinto.
El cielo, antes saturado de anuncios, se veía limpio, casi incómodo en su silencio. Los neones seguían encendidos, pero sin mensajes; solo luz, como si la ciudad quisiera recordar que podía brillar sin vender nada.
Los drones caídos se usaban como chatarra o lámparas improvisadas.
Los MK1, desactivados, descansaban como estatuas olvidadas en las plazas.
Nadie sabía exactamente qué había pasado aquella noche, solo que el sistema se apagó y que una parte de la red —la que respiraba— había decidido no volver a despertar.
VHS volvió a su taller. En una esquina, guardaba un pedazo del brazo de Jax, ahora convertido en reliquia. Sobre el metal grabó con un soldador una frase que había encontrado en los antiguos registros del núcleo:
“Los errores son humanos.”
H patrullaba las calles con un viejo fusil eléctrico y una sonrisa cansada.
No había gobierno, ni corporaciones, solo personas aprendiendo otra vez lo que significaba vivir sin vigilancia. La anarquía tenía olor a pan viejo y esperanza.
Al caer la noche, una brisa fría recorrió los distritos y trajo un rumor extraño:
en los terminales más antiguos, los que aún no se habían apagado, aparecía un mensaje breve, sin firma, en una tipografía desconocida:
“Jax Turb: desconectado.
Estado: libre.”
Nadie supo si era un error o un adiós.
VHS, al leerlo, apagó las luces del taller y miró el horizonte.
Cadmio, por primera vez en siglos, dormía sin miedo.
Y en algún rincón del mundo —entre cables rotos y polvo de plasma—
una chispa seguía latiendo, recordando al hombre que enseñó a una máquina
que la perfección no sirve de nada si no deja espacio para el alma.