Todas las personas que amas morirán.
La primera vez que me di cuenta de que la vida era una mierda, tenía siete años. Era una niña y no lo comprendí de inmediato, pero el recuerdo de aquel día estaba perfectamente guardado en mi memoria.
Fue un lunes común en marzo de hace más de veinte años, mientras estaba en clase de segundo grado. Eran poco más de las once de la mañana; lo sabía porque había pasado el receso para el almuerzo y eso sucedía después de las diez y media de cada día.
En la pizarra de tiza frente al grupo de veintiocho niños al cual yo pertenecía, había un listado de ejercicios matemáticos que debíamos resolver antes del mediodía para poder ir a casa sin tareas pendientes. La profesora, una mujer bajita y delgada, sentada frente a su escritorio, revisaba los cuadernillos de nuestros trabajos del fin de semana; y como cada vez que nos ponía a competir para ver quien terminaba más rápido, de vez en cuando nos echaba un vistazo con la incertidumbre de saber quién iniciaría la fila interminable a su costado con el fin de verificar quien resultaba ganador.
Nada estaba fuera de su lugar... o eso creía yo.
Durante casi veinte minutos no pasó nada más, excepto una que otra pregunta de compañeros que, en el fondo, pensaba eran muy idiotas. No me cabía en la cabeza como algunos de ellos no lograban comprender ejercicios de sumas y restas; era algo muy sencillo, tanto como quitar o agregar. Yo, al contrario que el resto, me concentré completamente en mi libreta después de haber copiado todo, pues tenía esa manía de ser una mocosa competitiva e inteligente.
Nada me distrajo. Ni siquiera cuando se escucharon dos golpes en la puerta del salón, o cuando la profesora se puso de pie para atender a quien fuera la persona al otro lado, que seguramente sería la maestra del salón contiguo. Siempre se ponían al corriente con los chismes de la escuela y ellas creían que nadie las escuchaba. Los niños como yo (bastante atentos a lo que pasaba a su alrededor), lo sabíamos; incluso apostábamos por quién iría al salón de la otra para iniciar su reporte habitual.
Esta vez no fue así.
El silencio incómodo se hizo presente, y las miradas, una a una, se dirigieron a mí. Lo noté poco después, porque en voz baja la profesora pronunció mi nombre, y al levantar la vista, capté la imagen de más de un par de ojos observándome.
Al otro lado de la puerta, parado junto a la mujer, estaba mi hermano mayor, Pavel. Al principio no entendía el por qué estaba ahí, pero de inmediato supe que no era por algo bueno. Su mirada me lo decía: sus ojos, generalmente enormes y risueños como los míos, ahora eran diminutos y parecían inyectados en sangre, rojos por las lágrimas.
—Ven, cariño —dijo la voz femenina—. Vas a guardas tus cosas e irás a casa temprano, ¿de acuerdo?
Ni siquiera lo pensé dos veces ni pregunté qué ocurría; solo asentí. No había tiempo para ello. Luego, cuando me tomó una eternidad ponerme de pie y guardar todo, caminé hacia donde me esperaban, detallando a Pavel una vez más: estaba pálido, con su camiseta gris completamente arrugada y mojada por la parte del cuello y hombro derecho. Lucía destrozado.
En silencio, una vez fuera, él tomó mi mano y se despidió en una voz demasiado suave para ser la suya. Por un momento aprecié cómo una solitaria lágrima bajaba por una de sus mejillas y él rápidamente la limpió. No hubo más... caminamos por el pasillo en silencio, hacia el aula de Jana.
***
—¿Por qué salimos temprano?
Jana fue la primera en hablar.
Después de salir del edificio, los tres caminamos en círculos por la calle hasta que Pavel decidió cambiar de rumbo hacia un parque cercano. La dinámica ahí no cambió; él nos sostenía de la mano y llevaba la mochila de cada una sobre sus hombros, pero no decía absolutamente nada.
—La maestra dijo que tenías algo importante que decirnos —insistió ella—. ¿Es una sorpresa?
Jana no era solo un año menor que yo, sino una niña totalmente diferente a mí, aunque las personas no solían notarlo mucho. Ella, tan pronto pusimos un pie en este lugar, se llenó de felicidad, con sus mejillas infladas y su mirada contenta. Creía que esta salida repentina era por diversión y sus ansias por jugar en el tobogán, que acabábamos de pasar por cuarta vez y que nuevamente miraba con intensidad, la delataban.
Yo no veía las cosas de esa manera.
Pavel no había dicho ni una palabra en este tiempo y tampoco se atrevía a mirarnos a la cara. Él no volvió a llorar tras la única gota que vi, pero el dolor en su rostro era evidente. Algo andaba mal.
—Tengo malas noticias —inició, luego de un rato sin respuesta—. Solo no quiero que se asusten, por favor.
—Está bien, pero ¿nos dejarás subir a los juegos?
Jana, de nuevo.
Por una fracción de segundo, una sonrisa cansada se plasmó en los labios de mi hermano mayor y, una vez más, el silencio se presentó por un largo momento. Nada nos preparó para lo siguiente.
—Papá murió, niñas.
Muchas cosas pasaron por mi mente, pero ninguna se acercaba a lo que dijo. No hubo reacción; no sentí nada más que el tiempo deteniéndose en esas tres palabras... ¿Qué significaban?
—Yo.., yo intenté despertarlo, le hablé, lo moví, pero no, no funcionó —dijo—. Lo lamento tanto, niñas.
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Editado: 30.05.2024