Transcurría el mes de enero de mil novecientos ochenta y seis Benjamín Barbato, un mancebo de veintiséis abriles, hacía dos años se había graduado en Filosofía y Letras en la Universidad Nacional y, aún continuaba fortaleciendo su estructura cultural con la permanente dedicación a la lectura, que le permitió adquirir un nivel tal de formación intelectual, que resultaba poco común en una persona de su temprana edad. Como su profesión no le había proporcionado una actividad rentable o un oficio remunerativo, se empleó en un Centro de Salud, como auxiliar de enfermería, con un salario mínimo. Algunos de sus amigos y familiares, unos con mucho tacto y otros con impertinencia, que suele ser característica de la ignorancia, le reprocharon haber escogido una carrera obsoleta en los tiempos actuales, además, aseguraban que los que se dedicaban a esas disciplinas estaban locos. Su natural introversión, lo inhibió entrar en polémicas inútiles con sus críticos, pero íntimamente lo refutaba severamente: “¡Insensatos! Ignoran acaso que los males que agobian a la humanidad, entre ellos, el que ha destruido el derecho de los hombres a un justo bienestar personal, son causados por la deshumanización de los procesos sociales y económicos, que se desarrollan con el único objeto de obtener pingües ganancias, bajo la fría teoría de los números, las estadísticas, los indicadores, olvidándose del hombre, de su naturaleza, cuyo estudio es el objeto principal de la Filosofía. Según Manfred Max-Neef, la Economía, que originalmente se derivó de la Filosofía Moral, perdió pronto gran parte de la dimensión humana y fue reemplazada por teorías caprichosas y trivialidades técnicas, incomprensibles para las mayorías e inútiles para todos, salvo para los que las inventaron y las imponen para su beneficio. Los logros más significativos en Economía, han sido invariablemente aportados por los filósofos, más que por los practicantes de la materia; la marginación de la filosofía en este campo, es lo que convierte en premonición el pensamiento de Paul Valery: “El Mediterráneo, cuna de nuestra civilización, lanzó el grito de alerta ante la sociedad organizada al estilo de una lamentable y gigantesca colmena”. Los que califican de locos a los filósofos, olvidan que siempre fueron los locos los que llegaron a construir el progreso, los que aportaron con su impulso desaforado, las piedras sillares de las civilizaciones, según Claude Bernard. Los que denigran de la Literatura, son ignorantes que olvidan que la belleza, el amor a lo bello, el amor del amor, la gracia, la ternura, la armonía, presentes en la Literatura, acompañan siempre a la sabiduría y a la razón.
La situación de desocupación de los egresados de los claustros de Educación Superior, era una endemia social, provocada por la saturación de profesionales en un medio que, a su turno, por sus limitaciones generadas por el subdesarrollo, ofrecía pocas oportunidades de trabajo. Benjamín, inconforme con esta situación, resolvió renunciar a su cargo y viajar a Estados Unidos en busca de nuevos horizontes, a pesar que era consciente que el viaje era una osadía, azaroso, marcado por la incertidumbre, en que las posibilidades de éxito, corrían a la par con las del fracaso, con graves e irreversibles consecuencias o porque podría terminar en una gran frustración y presentía, que en ese país tendría que afrontar situaciones similares, incluso a mayor escala en razón de su tamaño, porque con nuestro incurable esnobismo, habíamos hecho una copia borrosa de su progreso, de sus avances tecnológicos y de sus atributos y simultáneamente, otra copia, esta sí clara y hasta amplificada de sus falencias, sus vicios, sus problemas y dificultades. Además, detestaba la práctica del esnobismo, porque lo consideraba un indeseable generador de la progresiva pérdida de la identidad ancestral de su nacionalidad, que incluso, en el campo económico, se reflejaban negativamente en la naturaleza original y tradicional de sus productos, que determinan su gran calidad, que es precisamente lo que los hace exclusivos y lo que constituye la más 9 valiosa de sus ventajas para competir con los productos foráneos. Tenía la firme convicción que era imperativo recuperar su identidad, porque ello sólo beneficios podrá reportar en todos los campos en que la maltrecha nacionalidad debe ser resaltada. Inició de inmediato los trámites para abandonar el país. Desistió de solicitar la visa en la embajada norteamericana, porque sabía de las dificultades y la casi imposibilidad de obtenerla, por información de conocidos suyos que habían fracasado en su intento. Resolvió entonces ir primero a Méjico y luego ingresar ilegalmente por la frontera común. En Nueva York, lo esperaban dos de sus hermanos, Diana y Joaquín. La embajada de Méjico, en cambio, le otorgó la visa de turista con inesperada facilidad. Benjamín recibió este logro con alegría y optimismo y, entusiasmado, lo interpretó como un buen augurio y una evidencia que el destino le estaba trazando el derrotero ideal para cumplir sus propósitos. Benjamín no permitió que le organizaran fiesta de despedida. Sabía, a pesar de su optimismo, que la aventura tenía riesgos múltiples, entre ellos, su deportación a Colombia, que provocaría críticas y posibles burlas de sus amigos y conocidos, que era incapaz de soportar por el orgullo de su talante triunfalista.
El día esperado llegó. El aeropuerto de La Perla estaba congestionado, especialmente el despacho internacional; observando los numerosos viajeros, pensó que tal vez algunos de ellos, participaban de su mismo sueño, alentaban igual esperanza, confiados que el país del norte era una panacea para todos sus males y tribulaciones y en donde enrumbarían sus vidas por senderos de prosperidad y felicidad. Entregó su equipaje, que a pesar de lo exiguo, no le permitieron llevar como objeto de mano y cumplido los demás trámites migratorios y la revisión de seguridad y control, le otorgaron el pasa bordo. Luego de la emocionante y cálida despedida de su madre y sus hermanos, se trasladó a la sala de espera del muelle internacional. Evocando con cierta saudade, sucesos pasados, vino a su memoria, la última fiesta decembrina de fin de año, que había compartido con su familia y algunos vecinos, luciendo una camisa verde a cuadros y un pantalón gris, sus prendas favoritas. Aquella noche, las copas rebosantes de un modesto champán nacional, tintineaban al encontrarse en el espacio, como una alegoría del júbilo desbordante de los celebrantes, que las levantaban, en medio del ulular de sirenas, las notas del himno nacional, los gritos, las felicitaciones, la música, el estruendo de la pólvora. Su madre, entre lágrimas, lo abrazó, lo besó y lo bendijo.