El fracaso de Álvaro

Capítulo 29: Las Tres Ciudades

Álvaro llegó a Molino al atardecer, agotado por el viaje de regreso desde Candás. La luz anaranjada del sol se derramaba sobre las calles empedradas, y la familiar neblina comenzaba a descender, envolviendo al pequeño pueblo en su eterno abrazo de frío y melancolía. Había vuelto a su lugar de origen, pero no como el mismo hombre que había partido. Al intentar escribir, se quedó pensativo, y dejo de hacerlo para reflexionar un poco todo lo que le había sucedido en este tiempo.

El viaje a Candás no le había traído la paz que había esperado encontrar. Las palabras de Luis seguían resonando en su mente, como ecos de una verdad amarga: no había justicia que reparar, solo decisiones que afrontar. Álvaro entendió que no podía cambiar el pasado, que el daño ya estaba hecho y las relaciones rotas no volverían a unirse.

Sin embargo, algo dentro de él había cambiado. Decidió que ya no tenía caso seguir lamentando aquello que no podía ser arreglado. Su vida no podía depender de la redención de otros; debía empezar a buscar su propio sentido.

Molino lo recibió como siempre: silencioso, pequeño y rutinario. Pero mientras caminaba por las calles de su infancia, comenzó a pensar en las diferencias entre las ciudades que habían marcado su vida.

Molino era su hogar, pero también era un lugar que lo asfixiaba. Allí, el tiempo parecía haberse detenido. Las casas, con sus techos inclinados y fachadas desgastadas, eran testigos de una rutina inquebrantable: los habitantes salían al amanecer, trabajaban largas horas, y regresaban a casa cuando la noche ya cubría el pueblo.

El conocimiento no tenía cabida en Molino, no porque sus habitantes fueran incapaces, sino porque la lucha diaria por sobrevivir dejaba poco espacio para algo más. ¿Quién podría pensar en filosofía, arte o literatura cuando las preocupaciones giraban en torno a la próxima comida, al pago del alquiler o a encontrar un trabajo temporal?

Molino era como un Candás en miniatura: una ciudad donde unos pocos ricos controlaban los recursos, mientras que la mayoría trabajaba sin descanso, atrapados en un ciclo interminable. Pero a diferencia de Candás, Molino ni siquiera ofrecía la ilusión de progreso. Las posibilidades de salir adelante eran escasas, y la apatía hacia la cultura y la educación estaba arraigada en cada rincón.

El viaje reciente a Candás le había recordado a Álvaro lo distante que era esa ciudad, no solo en tamaño, sino en espíritu. En Candás, todo era rápido, frío, y funcional. Las personas no se miraban a los ojos, no compartían historias ni momentos; solo existía el movimiento constante hacia un objetivo que nunca parecía estar lo suficientemente cerca.

Aunque Candás era grande y caótica, para Álvaro siempre había sido una ciudad sin alma. Allí nadie se conocía, nadie se interesaba por los demás. La vida en Candás era una lucha constante por mantenerse a flote, y la pobreza que había presenciado era aún más brutal que la de Molino. Los pocos ricos que habitaban la ciudad vivían en un mundo aparte, inaccesible para la mayoría.

Álvaro había fracasado en Candás, pero ahora comprendía que la ciudad misma estaba diseñada para engullir a quienes no podían mantenerse en el ritmo frenético que exigía. Candás no ofrecía segundas oportunidades ni espacio para detenerse a reflexionar. En su momento, Álvaro había creído que podía construir una vida allí, pero ahora veía con claridad que nunca había pertenecido a ese lugar.

Y la tercera ciudad que formaba parte de este mundo, era la ciudad del conocimiento, un lugar al que Álvaro no había accedido aún. Polinar era la tierra que vio nacer a Kynicos.

Polinar era una ciudad diferente, un contraste marcado frente a Molino y Candás. Era un lugar donde el conocimiento y la cultura florecían, un espacio en el que las calles estaban llenas de bibliotecas, teatros, y centros de aprendizaje. Allí, la búsqueda de la educación no era solo un privilegio, sino una pasión compartida por muchos.

A diferencia de Candás, donde el ritmo frenético dejaba a las personas aisladas, en Polinar había un sentido de comunidad que giraba en torno al aprendizaje. Sin embargo, no era un lugar perfecto. Polinar también tenía pobreza, desigualdad y dificultades, pero su diferencia radicaba en que incluso los más desfavorecidos parecían buscar algo más allá de la mera supervivencia.

En Polinar, la riqueza no solo se medía en dinero, sino en el hambre de conocimiento. Personas de todas las edades se esforzaban por aprender, por descubrir, por comprender el mundo que los rodeaba. Polinar era un recordatorio de que incluso en la adversidad, podía haber espacio para crecer y soñar.

Estas tres ciudades eran como espejos de diferentes facetas de la vida. Molino era el hogar de la apatía, un lugar donde la lucha diaria no dejaba espacio para nada más. Candás era la ciudad del olvido, un lugar donde el ritmo frenético apagaba cualquier posibilidad de conexión humana. Y Polinar, aún desconocida para Álvaro, era un lugar de búsqueda constante, donde la educación era una forma de resistencia frente a las adversidades.

Álvaro sabía que había fracasado en Molino y Candás. En Molino, su vida había sido una cadena de fracasos pequeños, una rutina sin propósito. En Candás, había perdido todo: su trabajo, sus amigos, y su confianza en sí mismo.

Pero mientras reflexionaba sobre estas ciudades, algo comenzó a cambiar en su mente. No eran las ciudades las que lo habían definido, sino sus propias decisiones dentro de ellas. Había buscado validación externa en Candás, y en Molino, se había rendido antes de intentar realmente algo nuevo.




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