El anciano ciego azotó una vez más los leños que ardían en la hoguera, tratando de despertar un fuego que parecía haberse dormido. Cuando por fin lo consiguió se arrimó a las llamas como si estas fueran la cura para todos sus males, y volvió sus ojos invidentes hacia donde oía respirar a su interlocutor.
—¿Qué estaba yo diciendo…? —gruñó—. Oh, sí, ya me acuerdo. Me habías preguntado cómo era el mundo antes de que el cielo oscureciera… Me temo, muchacho, que esa es una buena pregunta, oh, sí… Aún conservaba yo la visión cuando ocurrió. Antes, el cielo era… azul. Un color azul profundo, oscuro a veces, y claro otras. Capaz de la mayor calma y la mayor ira intempestiva. Bello. Nunca aprecié su belleza cuando aún podía verlo. Y ahora… su recuerdo se desvanece en mi memoria. Ya casi no puedo recordar… cómo era el cielo antes de que todo oscureciera.
El viejo permaneció en silencio durante algunos minutos, frotando sus manos nudosas cerca de las llamas, tratando de entrar en calor. El baile del fuego que había revivido se reflejaba en sus pupilas blanquecinas.
—Por aquel entonces era un joven idiota y estúpido… —continuó el anciano—. Perdí mi primer ojo por una bravata, una disputa sin sentido que nunca tendría que haber ocurrido. Fue en un tiempo lejano, cuando pertenecía a una orden… un clan de guerreros con un estricto código. Cuando lo infringí… me castigaron con un estigma de deshonor. Un ojo ciego, una herida de por vida, en mi cuerpo y en mi alma. El segundo ojo no lo perdí hasta hace unos años, después de que el cielo oscureciera. Un espadazo me lo rajó en una contienda, y nada más volví a ver desde entonces. Sabes, muchacho, lo último que piensas cuaåndo pierdes un ojo, es que vayas a terminar perdiendo también el otro. Quizá parecerá una tontería… pero nunca creí que los dioses tuvieran tanta mala fortuna reservada para mí.
Sus ojos ciegos parecieron centellear con furia durante un segundo.
—Pero… ¿cómo era realmente el mundo, antes de que todo oscureciera? —preguntó el muchacho que le acompañaba en aquella noche eterna.
—¿Qué cómo era…? No era mejor que ahora, si es eso lo que me preguntas… Había guerra, había muerte y había sangre. Como siempre las ha habido. El mundo ha sido siempre una aberración nacida del Abismo, no es otra cosa… El hombre que pisó las tierras en el comienzo de los tiempos lo mancilló todo. Manchó el mundo con su espíritu corrupto. Lo único que ocurre ahora es que el paisaje se ha convertido en el reflejo de su podredumbre. Los árboles caen, secos y sin vida, y las flores se marchitan antes siquiera de llegar a florecer. El mundo se ha convertido en un desierto. Pero nada más ha cambiado, aparte del paisaje, muchacho… nada. El mundo siempre ha sido el valle olvidado y maldecido por los dioses que pisas ahora. Siempre… ahora simplemente se muestra tal y como es en realidad.
—¿Pero por qué lo permitieron los dioses…? —susurró el chico—. ¿Por qué dejaron que el mundo se corrompiera de esta forma?
—Los dioses ni lo permitieron ni lo impidieron, chico —respondió el ciego—. Los dioses fueron los culpables. Ellos tuvieron la culpa, por crear a un ser como el hombre, con la semilla del mal sembrada en su corazón, y por ofrecerle después un poder que nunca debería haber caído a su alcance. El Fragmento Ámbar… el Abismo maldiga el día en que aquella joya maldita llegó al mundo. A partir de ese momento, todo fue a peor. Y ahora nosotros, cientos de años después, estamos pagando las consecuencias.
—Había oído… historias. Cuentos sobre unos seres que fueron creados para llevar al hombre por el camino correcto. Creo que los llamaban…
—Yinn. Yinn, los llamaban —dijo el viejo—. Yo vi uno una vez, ¿sabes…? No solo lo vi, sino que además lo maté.
—¿Pero qué eran exactamente aquellas criaturas?
—Los Yinn fueron los primeros hijos de los dioses, chico… —relató el anciano, echándose hacia delante—. Seres de magia, seres de gran poder, que dominaban a su antojo los elementos. Semidioses, si así prefieres que los llamemos. Su cometido, según explicaban los sabios de la antigüedad, era instruir a las razas mortales. Convertirse en sus guías, ayudar a su desarrollo. Aquello que hizo que el hombre comenzara a separarse del resto de animales, pues los Yinn se lo enseñaron todo. La forja, el habla, la escritura, la construcción, e incluso la magia…
El muchacho miró al fuego, pensativo, y se rodeó las rodillas con los brazos.
—Pero si su… misión era ejercer de guías de los hombres… ¿por qué…?
—¿Por qué se volvieron en su contra? —interrumpió el ciego, esbozando una sonrisa torcida—. ¿Por qué, cuando habían cumplido con su cometido, y los hombres podían valerse por sí mismos, decidieron permanecer en el mundo en lugar de desvanecerse tal y como los dioses les habían ordenado?
»Esa, muchacho… es la gran pregunta. Durante siglos se pensó que era por una ambición descontrolada que había nacido en su interior. Que decidieron no conformarse con lo que los dioses les ofrecían, sino que querían ir más allá. Gobernar a la humanidad durante toda la eternidad… Pero esa es una mentira tan grande que hasta me entran ganas de reír. No, muchacho, no fue cuestión de sed de poder. Los Yinn decidieron quedarse en esta tierra porque conocieron el lado corrupto de los hombres, su lado podrido. Vieron la monstruosidad que los dioses habían creado, y sintieron un pánico auténtico a la simple idea de dejar tales criaturas sueltas a su antojo.