El silencio era la única cosa verdaderamente gratis que quedaba. Y aún así, era un silencio artificial, tejido con el sonido bajo y monótono de los extractores de aire del túnel de mantenimiento olvidado. Kian lo inhalaba, una respiración poco profunda y medida, como si estuviera a punto de tomar el último sorbo de aire puro antes de la inmersión final. En su tiempo, el Siglo XXV, el derecho a la quietud había sido reemplazado por el zumbido constante y autoritario de los drones de vigilancia que sobrevolaban las cúpulas superiores y el susurro irritante de los filtros de aire personales, dispositivos que se cargaban por la deuda de oxígeno. Llevaba once años tejiendo este silencio, once años donde el ritmo de su vida había sido el hiss-clic intermitente de su soldador de baja potencia. Once años de paciencia, viviendo al borde de la detección, sabiendo que su vida, marcada por la Corporación Aérea (Corp-Air), terminaba exactamente en 32 días, 05 horas y 18 minutos.
Eso era lo que su banda de muñeca de Corp-Air, un brazalete de plástico gris incrustado en su piel, marcaba implacablemente. No era solo una cuenta regresiva para la muerte; era el saldo final de su insolvencia, el momento en que sus órganos dejarían de ser considerados propiedad valiosa y serían recolectados. Corp-Air no perdonaba la "deuda de ecosistema"; cada bocanada de aire sin filtrar, cada calor corporal disipado más allá de la eficiencia, se sumaba a la cuenta. Su castigo por haber nacido en el Subsector Cero era la Deuda de la Chatarra, una condena vitalicia.
El Generador Cuántico, al que había bautizado en un momento de oscura ironía como "El Arca," era la manifestación física de su desesperación. Era un Frankenstein tecnológico que Kian había ensamblado con la chatarra más densa que el futuro había desechado, cada pieza con su propia historia de obsolescencia y contaminación. El bastidor era un pedazo rugoso de titanio, su superficie marcada por la erosión ácida, recuperado del esqueleto de un antiguo rascacielos que había sido demolido para construir un nuevo distrito residencial para la élite. Los cables eran las venas de cobre, pesadas y rígidas, extraídas de las tuberías de agua privatizadas que yacían secas bajo la ciudad. Todo estaba oxidado, sucio, pero funcional bajo la luz amarillenta y concentrada de su linterna frontal de baja potencia. La única pieza prístina y reluciente, el Emisor Taquiónico, brillaba débilmente en el centro del amasijo, la única tecnología limpia de todo el conjunto. Kian lo había robado de una cápsula de prueba de su mentor, el Científico Marginal que había desaparecido años atrás, dejando solo esquemas crípticos y la advertencia: El futuro no se puede pagar, solo se puede borrar.
El combustible de El Arca era la Energía Muerta. Esta no era una fuente de poder limpia ni renovable, sino la antítesis. Kian había teorizado durante años, basándose en las notas dispersas de su mentor, que cada acto de consumo imprudente en el pasado no solo generaba contaminación tangible, sino que dejaba una estela cuántica residual. Una cicatriz en el tiempo. Esta energía se adhería a la materia, como un óxido metafísico, y era la firma del despilfarro: la energía de un motor de combustión que nunca se apagó, el calor disipado de miles de servidores de datos redundantes, la luz de millones de pantallas encendidas sin propósito. Era, en esencia, el coste de un siglo de indiferencia global, condensado en un espectro detectable.
Kian había pasado una década cazando esta energía. Sus zonas de recolección eran los lugares más tóxicos e ilegales del Siglo XXV: los viejos vertederos bajo las cúpulas, donde la chatarra radiactiva se apilaba, y las salas de reactores de las centrales eléctricas abandonadas, cuyos núcleos aún zumbaban con el eco de la potencia. Cada expedición era un suicidio lento. Tenía que desactivar temporalmente los filtros de su banda Corp-Air para poder usar su detector de espectro cuántico, inhalando por segundos aire denso y químico. Esto le costaba valiosos puntos de "Crédito de Vida", los mismos puntos que la banda le restaba con cada uso de oxígeno filtrado o cualquier servicio básico. Lo que la Corporación planeaba quitarle en 32 días, él lo estaba gastando activamente, acelerando su propia muerte a cambio de la salvación de la humanidad.
La había almacenado cuidadosamente en doce tarros de cristal de conservas, rellenados con un gel orgánico que él mismo había sintetizado. Este gel, de un color violeta oscuro, no solo estabilizaba la Energía Muerta, sino que era la clave para eludir la detección. Corp-Air, con sus satélites de escaneo infrarrojo y sus sensores de partículas, solo buscaba acumulación de materia energética. Nadie en el futuro había considerado la posibilidad de un espectro de anti-energía almacenado en un medio biológico. Cada tarro era una proeza, un riesgo de muerte por toxicidad, y representaba el consumo energético de al menos diez años de una civilización industrial. El precio de un solo viaje en el tiempo era la energía que el mundo había consumido en un siglo.
Kian se detuvo, sintiendo el pinchazo de la fatiga crónica. Su cuerpo estaba delgado hasta el hueso, cubierto de cicatrices químicas. El último condensador de cristal, una pieza delicada que actuaba como prisma para enfocar la firma taquiónica, esperaba su colocación final. Al encajarlo en el marco de titanio, el metal frío le recordó el frío más absoluto de la Muerte de Deuda que lo esperaba.
La conexión final no fue un simple clic. Un zumbido sordo y profundo resonó en el túnel. No era un sonido audible con el oído normal, sino una nota que vibraba fuera de la escala de la realidad, resonando directamente en la cavidad del pecho. Era el sonido de la energía taquiónica contenida, doblando ligeramente el espacio circundante, creando una burbuja minúscula de no-tiempo. Las partículas de polvo en el aire comenzaron a danzar de forma errática. Kian tuvo que apretar la mandíbula para no gritar ante la presión que sentía en los tímpanos, como si estuviera a kilómetros bajo el agua.
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Editado: 18.11.2025