El GÉnesis Zombi

6. REGRESO A LA TIERRA DE LOS MUERTOS

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REGRESO A LA TIERRA DE LOS MUERTOS

 

Los hombres que bajamos del tren éramos considerablemente menos de los que habíamos subido. Muchos se encontraban cubiertos del polvo de las plantas fosilizadas, pero no había ningún herido de gravedad. Vi a Castillo. Al parecer no era el único que sospechaba que Paz había arrojado a más de un herido a las enredaderas. Descargamos lo que quedaba de las provisiones y algunos las acarrearon en los carritos de carga que estaban en la estación.

–Estamos a algunos metros de la supuesta ubicación del refugio. Estén alerta por cualquier signo de movimiento.

El rastro de destrucción llevaba hasta la silueta del devastado suburbio, no tan imponente como Ciudad Cristal, pero tampoco había señales de que quedara algo con vida ahí. Con los rifles apuntando hacia todas direcciones, los rancheros comenzaron a avanzar. No tardaron en dejarme atrás. Liborio dio la vuelta y regresó preocupado.

–¿Por qué te detienes? Ya estamos cerca.

No estaba seguro de por qué, pero no podía dar un paso más hacia ese refugio.

–Voy a regresar a Ciudad Cristal.

La mirada de Liborio se tensó como si hubiera dicho lo más estúpido que hubiera escuchado en su vida.

–No puedes volver después del trabajo que nos ha costado salir de ese infierno. Es un suicidio.

–Tengo que hacerlo– le respondí con seguridad. No podía hacerme a la idea de esconder mi pellejo en un refugio mientras mis únicos conocidos sufrían dentro de las ruinas de la Ciudad. –Aquí tampoco estamos seguros al cien por ciento.

–Pero ya has visto cómo están las cosas en las calles. ¿Qué harás? ¿Volver a cubrirte con carne de cadáveres?

Toqué mi rostro recordando la sensación que me había producido mi asquerosa máscara de carne. Aún tenía sangre seca sobre mi rostro.

–Algo se me ocurrirá. Necesito volver cueste lo que cueste.

Una voz detrás de Liborio secundó mi propuesta.

–Ya hicimos lo posible por mantener con vida a este tipo. Si él quiere regresar al matadero, no tenemos por qué impedírselo, Liborio.

Con su escopeta en el hombro, Paz se había separado del grupo, que nos observaba conversando desde lejos a Liborio y a mí, para acercarse y ver de qué se trataba nuestra trifulca.

–Toma– dijo, extendiendo su escopeta hacia mí, y la tomé –Es lo único que te daremos. Tal vez un poco de combustible si encuentras por aquí un auto que funcione.

–Pero Paz…– rezongó Liborio.

–Escucha–interrumpió el pistolero –Hicimos lo posible por llegar hasta aquí, y cada uno de nosotros es responsable sólo de su propia vida. Entre menos somos, menos armas podemos manejar, pero las provisiones nos durarán un poco más. Yo no moveré un dedo para impedir que este muchacho regrese a casa.

No me agradaba la manera en que Paz hablaba de mí, pero no me importaba. Quería regresar cuanto antes para buscar a mis amigos.

–Miren– exclamó Heliodoro –allá hay un autobús completamente intacto. Incluso tiene las llaves puestas dentro.

Vimos entre todos los vehículos volcados un autobús en perfectas condiciones, en dirección a la carretera vacía que daba hacia Ciudad Cristal. El camino se veía casi limpio, ideal para llegar sin problemas. El autobús permitía ver el resplandor metálico dentro, entre el volante y una estampa de la virgen.

–Entonces– dijo Paz con severidad –Puedes irte si así lo deseas. Diré a Castillo que llene el tanque del vehículo.

–Gracias– dije sinceramente.

Con la ayuda de una palanca, Heliodoro abrió la compuerta del autobús, frunciendo la nariz acto seguido al asqueroso hedor que emanaba de adentro.

Al acercarnos Castillo, Paz y yo también nos cubrimos con nauseas.

–Hay algo muerto adentro del autobús– dijo Castillo preparando el arma –Entraré a ver.

Cubrió su nariz con un pañuelo y se acercó a la entrada con cautela. Recorrió los primeros asientos del vehículo sin despegar los ojos del perímetro alrededor. La peste era penetrante, pero no había rastro de cadáver alguno.

–Está vacío– susurró. Se tranquilizó para bajar el arma cuando una gota de sangre cayó del techo hacia la boca del rifle. Castillo volteó hacia arriba y descubrió a qué se debía el olor.

Clavados en el techo del vehículo, con los brazos extendidos y unidos al metal, se encontraban al menos seis cuerpos retorciéndose y babeando, tratando de alcanzarlo. Estos parecían una grotesca colección de crucifijos. Castillo salió del vehículo sin poder contener más el mareo por el hedor.

–No puedes viajar aquí– dijo –No con ellos.

–No tengo otra opción– contesté –¿O la hay?

–Ya no digas estupideces y ven con nosotros. No puedes arriesgarte a topar con un bache, y liberar a alguno de esos bastardos.

–Quien los haya capturado– opinó Heliodoro, saliendo asombrado del vehículo –hizo un trabajo estupendo.

Los monstruos crucificados no podían gemir. Sus ojos y mandíbulas habían sido arrancadas, y goteaban sangre a medio coagular.




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