El GÉnesis Zombi

9. EL HUERTO DE CALABAZAS

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EL HUERTO DE CALABAZAS

 

       Mi paseo por el drenaje, lejos de tener algo macabro que contar, estuvo plagado de escenas tanto asquerosas como lamentables. A donde quiera que veía, los muertos vivientes trataban sin éxito de salir de la inmundicia, y las ratas que no habían salido al exterior estaban demasiado cercenadas para moverse, y sus huesos rancios crujían bajo mis zapatos mientras buscaba la manera de salir de ahí.

Ya no se escuchaba el estruendo de la batalla que se libraba en el exterior. ¿De verdad un zombi había manejado un tanque para abrirse paso a través del refugio donde me habían salvado? La idea me ponía la carne de gallina.

Seguí avanzando un largo tramo. A través de los barrotes de las coladeras los primeros rayos del sol comenzaban a desvanecer el frío de la noche. Con ellos, una nueva esperanza brotaba, pero no tenía mucho tiempo para sentirme esperanzado; repasaba mentalmente los cálculos del viaje en el tiempo, tratando de descifrar qué es lo que estaba mal.

¿Sería ese error la clave para extender el viaje en el tiempo más allá de las dos horas permitidas?

El túnel terminó de repente. Lo único que había eran escaleras de varilla para subir a la superficie. Preparé el rifle antes de salir, esperando lo peor. Me había alejado mucho del lugar del incidente del refugio, pero los muertos vivientes estaban por toda la ciudad.

Salí en medio de una carretera vacía, donde no había personas, vivas ni muertas; ni edificios. Era campo de cultivo, anaranjado y radiante, meciéndose con el fuerte viento, feliz de recibir la luz del sol por fin.

Sonreí al ver un viejo y conocido pozo por el que muchas veces había pasado. Reconocía el terreno, y me encontraba muy cerca del rancho.

Caminé, aún  sintiendo bajo mis pies el crujir de los huesos de pequeños animalitos muertos que se arrastraban en el pasto. Esto me sorprendía aunque no había razón para que sucediera. ¿Debía haber esperado que los zombis se ocultaran de la luz solar?

Algo hedía en aquel campo por el que caminaba y no eran sólo los restos del suelo del drenaje impregnados en mis zapatos ni los animalitos muertos. Olía como a comida echada a perder, como plantas descompuestas.

El olor me llevó hasta las moscas; las moscas me llevaron hasta los gusanos y estos me llevaron a mirar las calabazas recién cosechadas del terreno, podridas como si llevaran semanas en la carretilla donde las habían colocado tan sólo un par de horas antes de que me robara mi propio auto.

Las calabazas estaban tan podridas y llenas de gusanos, que hubiera vomitado si no hubiera vivido esa noche cosas que me revolvieron más el estómago. Fue una sorpresa para mí ver incluso burbujas en la corteza de éstas.

Las dejé de ver para seguir caminando hacia el rancho, no dejando de pensar en el aspecto que tenían esas calabazas recién cortadas. Lo mismo había visto hoy en todos los cuerpos muertos: estos se descomponían mucho más rápido de lo normal esa noche.

De repente, escuché un trueno ensordecedor. Corrí a ocultarme detrás de la carreta de calabazas para escapar del feroz disparo que había venido de la cabaña de los granjeros dueños del huerto.

La persona que había tirado para asustarme era una niña de al menos once años. La chica salió de la casa con la escopeta en sus manos temblorosas, y caminó lentamente hacia la carreta, como temiendo una agresión de respuesta. ¿Se trataba de otro zombi? ¿O ella me confundió a mí con un zombi?

–¡Estoy vivo!– grité antes de asomar la cabeza, temiendo que me hubiera confundido.

–No por mucho si no te mueves– contestó ella –Aléjate de ahí enseguida.

¿Por qué quería que me alejara de sus calabazas podridas?, me pregunté.

Un burbujeo viscoso resonó en la tensión del silencio y me hizo voltear para volver a ver las calabazas derretidas moviéndose y salpicando pulpa.

–Aléjate– susurró ella –Los gusanos y el jugo penetran en la piel.

Los burbujeos aumentaron junto con el chapoteo de los animales rastreros, y retrocedí con gran desagrado.

La muchacha me permitió entrar a su casa, cerró la puerta con varias cadenas, y apagó las luces.

–Ha sido una noche dura, ¿Verdad?– pregunté, aunque suponía que la peor parte había sucedido ya.

–La pasé completamente en vela. No han parado de aparecer criaturas horrendas, y luego las calabazas…

–¿Qué pasó con tu familia? Pregunté sin verdadero interés. Me preocupaba más la manera de llegar al rancho que quedarme más tiempo en compañía de esa muchacha.

–No lo sé. Estaban afuera cuando sucedió. Espero que hayan llegado a un refugio.

Miré su faz con curiosidad. Ella, al igual que yo, sentía una inmensa desesperación en el rostro, desesperación que era tan incomprensible para mí como para ella si hubiera sabido que esa noche lo perdí todo. No había espacio en esa cabaña para más compasión que la que ambos sentíamos por nuestra propia persona.

–Tengo que irme– dije, poco convencido. Tenía prisa por llegar a mi máquina, pero la muchacha se veía aterrada, y no podía dejarla sola.




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