El GÉnesis Zombi

12. CABEZAS Y CALABAZAS

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CABEZAS Y CALABAZAS

 

       La planta química, para mi sorpresa, estaba abierta, y nadie ahí se había percatado del desastre que estaba azotando a la ciudad.

–Esta es propiedad privada– dijo un oficial encargado, con cara de pocos amigos en el momento en que me acerqué. –Le voy a pedir que se retire.

Al ver que no pensaba retroceder, los obreros que estaban alrededor se acercaron a ver cuál es el problema.

–¿Podemos ayudarle?– dijo uno de los obreros.

–Necesito ácido sulfúrico. Todo el que puedan darme.

Los hombres me miraron como a un chicle que se les pega en el zapato.

–Es una sustancia corrosiva. No podemos dársela a quién sea. Le voy a pedir de nuevo que se retire.

–Por favor– supliqué, pero mi boca se secó y se paralizó cuando vi a alguien acercarse, alguien que caminaba lentamente y cojeando desde las sombras del desolado huerto.

–¿Qué le pasa?– dijo el oficial dando la vuelta al ver mi atención hacia el cuerpo extraño. –Oh no, ahí viene otro.

El oficial se acercó al ente con desagrado.

–Señor, es propiedad privada, le voy a pedir que se retire… ¡Qué diab…!

El hombre aterrado no pudo jalar aire para terminar su maldición cuando la luz de los postes reveló la figura de un hombre semi desnudo, con la cabeza envuelta por un saco de tela. Su piel estaba verde clara, lamosa y mojada, como un ahorcado que hubiera estado meses bajo el agua. Las huellas del cadáver de Mark daban hasta el pozo que estaba a varios metros de la granja y la planta química.

El muerto levantó con sus huesudas manos un hacha oxidada que salpicó un gran chorro de sangre cuando dio de lleno en la frente del oficial. Los obreros gritaron groserías mientras otros cogían sus martillos y piezas de metal para atacar al monstruo. Aproveché la confusión y horror del momento para introducirme en la planta y llegué a una droguería.

Busqué entre una infinidad de botellas alguna que contuviera el ácido que necesitaba, o algún similar, pero no había rastro de corrosivos, sino más bien solamente había drogas experimentales de dudoso carácter legal.

Pasados unos minutos salí de la droguería para encontrarme con casi toda la población de la planta aglomerada frente a la masacre de Mark. Todos miraban con horror al zombi, mientras retrocedían a cada paso que este daba, blandiendo su hacha con la dificultad que le causaban sus manos tiesas. Los obreros tenían palas, machetes y varillas, pero nadie se acercaba al monstruo, a quien miraban con morbo y pánico.

–¡Qué fregados es eso!– se preguntaban, mientras el cadáver andante del oficial se unía a Mark en su cacería de víctimas.

Los obreros corrieron a la planta empujándose, cayendo con tal confusión como terror en sus miradas. Cerraron las puertas, cuyas entradas de cristal poco aguantarían contra el hacha del zombi.

–El ácido– grité, esperando que ese encuentro hubiera cambiado el humor y disposición de mis nuevos amigos –¡Lo necesito!

El obrero que había secundado al policía me miró. Su cara estaba muy sudada y parecía al borde de un colapso nervioso. El obrero que estaba a un lado de él revisó unas hojas que estaban en su mano y me respondió.

–Bodega cuatro. Botellas de vidrio con folio 203.

El policía se arrastraba tratando de levantarse, pero su cabeza rota le hacía perder el equilibrio. Mark, mientras tanto, arrastraba su hacha en dirección a la puerta, escurriendo gotas de agua.

–Esto es lo que vamos a hacer– dijo uno de los capataces de los obreros –Cuando entre, ustedes dos– continuó, señalando a los dos hombres junto a la puerta –Lo desarmarán y después lo apalearemos entre todos. No puede matarnos a todos, ¿verdad?

–Patrón– susurró uno de los que custodiaban la entrada –Ya no está.

El zombi se había ido. En la entrada sólo quedaba el policía arrastrándose hacia ninguna parte.

–Debe haber ido a buscar otra entrada. Sabe que si entra por aquí lo esperaremos todos.

–¿De verdad se trata del hijo desaparecido del vecino?– preguntó otro.

Regresé a la entrada con 3 botellas de vidrio rotuladas.

–Gracias por su ayuda. Debo regresar a casa.

–No irás a salir con esa cosa allá afuera ¿O sí?– preguntó el capataz.

–Mark es sólo una de mis preocupaciones– respondí. Ellos no sabían que la ciudad era un completo pandemónium lleno de criaturas peores que un joven ahogado.

Salí caminando justo a un lado del cuerpo del oficial, que se las había arreglado para ponerse de pie pero tan torpemente que no se arriesgaba a avanzar. De momento no le puse atención, pero corrí cuando escuché el martilleo de una pistola que temblaba entre sus deshechas manos.

Pasada la planta química, la reja que la dividía del huerto de calabazas y el establo, una ventana de este último se rompió y salió volando una criatura aleteando desesperadamente. A media carretera, contemplé a la gallina sin cabeza retorciéndose en la banqueta, próxima a morir.




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