13
EL TALLER
–¿Dos Edwards?– exclamó horrorizada Laura.
Aparecí sin el menor cuidado por ser visto, justo en el momento en que mi otro yo les explicaba que los zombis se habían levantado en todo el mundo.
Laura fue la primera en verme, y gritó haciendo voltear a los demás hacia mí.
–¡Pero cómo!– exclamó Enrique, y miró al Ed que todos miraban hace un segundo. Éste, sin embargo, había desaparecido.
–Hace un momento estabas frente a la sala, y ahora acabas de entrar por el pasillo, ¿Qué ocurrió?
Yo tenía la respuesta. Ya no tenía caso ocultar el secreto. Los dirigí a la cochera donde les mostré mi invento.
…
–¿Entonces has estado viajando por el tiempo tratando de evitar nuestra muerte?
–Una y otra vez– respondí a la madre de Enrique –Sin éxito.
–¿Pero por qué no nos lo dijiste antes?– preguntó el tío Pancho.
–¿Me hubieran creído?
–Bueno– dijo Enrique –Tal vez lo de los zombis sí te lo habría creído.
Eso me recordó que no había tiempo que perder. Tomé la botella de ácido y tomando las debidas precauciones, empecé a derramarla en el suelo.
…
–Ahora que estamos rodeados de ácido en el piso, no tenemos que preocuparnos de que las hormigas maten a nadie.
María se veía triste y pensativa, aunque ninguno de los presentes tenía razones veraces para estar feliz.
–¿Qué tienes?– le pregunté. Ella me miró, y me avergoncé. Cubierto de lodo y sangre, lo más seguro es que le pareciera un asco.
–Es que…– se detuvo, tratando de encontrar la mejor manera de explicarme lo que pensaba. María no era científica, ni física, e incluso más de una vez se había avergonzado al no entender muchas de las palabras que utilizaba. Ella era una chica de campo con pocos estudios en su historial, pero entendía perfectamente que algo malo había sucedido –Tú apareciste, e inmediatamente el Edward que estaba con nosotros en este tiempo dejó de existir ¿Ahora que cambiaste las cosas, no es posible que empeoren?
–No digas eso– le supliqué, en un tono más meloso de lo que hubiera querido hablarle –Las cosas se van a poner mejor ahora.
–No sé– contestó ella –Tal vez era nuestro destino morir, y si cambias algo que tenía que pasar las consecuencias pueden ser muy desagradables.
–Quiero que vivas– le dije, y aparté la mirada de su rostro con pena –Todos, tu familia, ellos son mi familia también. Lo único que tengo…
–Pero desapareciste.
–Pero ahora vas a vivir y eso es lo que importa. Evité una muerte. Eso no va a hacer que los zombis se multipliquen.
Era verdad. Cambié el destino. El espacio temporal en el que me había encontrado repetidamente había cambiado. El Edward que llegaría al refugio, que le dispararía al zombi de Enrique y el que acariciaría la cabeza de Morrongo en la azotea ya no existían. Todo había cambiado y la primera prueba era que toda la familia seguía junta y con vida.
–¡Miren!– gritó Laura.
En la línea del círculo que habíamos trazado las hormigas se retorcían tratando de levantarse, consumiéndose rápidamente por el fuerte ácido. Las hormigas emitían un chillido casi imperceptible. ¿Era posible que sintieran dolor?
Ahora que mi familia se había salvado, sólo me quedaba esperar que Wenceslao también hubiera seguido mi consejo sobre los gusanos.
–¿Qué debemos hacer ahora, señor del futuro?– Dijo el tío.
–Debemos tapar todas las entradas de la casa. También las salidas de agua. Luego debemos apagar las luces y permanecer en silencio hasta que amanezca. En cuestión de minutos las ratas invadirán toda la calle.
–¿Ratas?– gritó Laura aterrada.
–No olviden que son animales con un oído muy fino. Lo mejor es que nadie hable a partir de ahora.
El silencio se rompió por el ensordecedor y repentino mar de chillidos que recorrieron la calle a toda velocidad, chasqueando sus pequeños colmillos, buscando por un pedazo de carne para alimentarse. Afuera debía haber toda clase de criaturas, pues aparte del sonido de los roedores había mugidos, gruñidos, gemidos y desagradables sonidos de dientes masticando. Las hermanas se abrazaban temblando con espanto mientras las criaturas desfilaban por la calle, tratando de percibir algún ruido dentro de las casas.
Los chillidos aumentaron. La calle entera debía estar cubierta de esa plaga. Se escuchaban cientos de miles de pequeños pasos, como si estuviera cayendo una lluvia de granizo. Había más ratas afuera de las que era posible contar en una vida.
Los gruñidos de las pequeñas fieras comenzaban a lastimar los oídos. El sonido era tan estruendoso, que temí que fueran a derribar la puerta sólo con su paso. Un fuerte chillido nos estremeció a todos, un grito tan penetrante como si hubiera sido desde dentro de la sala.
–¡Una entró! gritó Laura de repente, horrorizada y su madre, por instinto, encendió la luz.