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LOS EXORCISTAS
Oxnardville era muy diferente de Ciudad Cristal. Aunque ambas eran en esencia una ciudad, la parte que más recordaba de Ciudad Cristal era el terreno agrario en las afueras de la urbe, justamente donde me alojaba, realizando día con día los cálculos y los experimentos que me llevarían al éxito del viaje en el tiempo. Oxnardville, sin embargo, tenía un esplendor turístico que no había visto en la otra metrópoli. Pasando de largo el autobús que en una realidad alterna tomé para regresar a la ciudad, imaginé que un tiempo atrás (ayer, seguramente) el lugar debía estar iluminado por grandes letreros coloridos que relucían sobre las calles, anunciando obras teatrales, películas, casinos y clubes nocturnos. Algunos carteles seguían resplandeciendo, pero estaban muy lejos de la grandeza que la ciudad debía inspirar en una noche que no fuera como ésta.
Numerosas sombras se movían entre la oscuridad, delatadas por la tenue luminosidad del ambiente. Castillo, sin soltar la escopeta, siguió a Paz, que tomó la delantera mientras el resto del grupo seguía a los valientes hombres.
Era la primera vez que me detenía a ver que realmente éramos un conjunto cuantioso. Había alrededor de 40 rancheros, todos armados con al menos tres rifles cada uno, y sus mujeres e hijos, niños, adolescentes, y jóvenes más maduros, estos últimos también armados hasta los dientes. Los más chicos llevaban bates, machetes y varillas.
Entre el grupo había un par de perros policía, un par de rottweilers y lo que parecía ser un bulldog, todos con correas, olfateando la sangre seca en el suelo y estornudando con asco. Había algo malo en esa sangre y ellos lo detectaban.
Avanzamos bajo las órdenes de Paz, siendo cautelosos en guardar silencio y mirar en todo tiempo hacia todas direcciones.
–¿Está muy lejos el famoso refugio?– pregunté.
–Pasando la entrada a la ciudad, a unos 300 metros rumbo al centro. Dicen que ahí ningún zombi se acerca, y después de esta noche, eso es justo lo que necesitamos.
Los ruidos en la oscuridad de los callejones se acrecentaban alarmantemente. ¿Era posible que viniéramos sólo para ser devorados por las ratas de aquella ciudad?
–Alto– rugió Paz –Apunten.
Al frente, un gran número de cadáveres andantes, de diversas figuras, edades y vestimentas, se acercaban cojeando con lentitud pero voracidad. El más cercano tenía un saco a rayas y corbata púrpura, bigote y cabello corto chino, aún con una servilleta en su mano. La muerta de al lado debía ser una mujer con la que tenía una cena romántica justo antes de que su langosta se levantara y le estrujara el cuello hasta partir la garganta como la tenía en aquel momento. Al lado de la mujer, un muchacho delgado con anteojos y una larga nariz, con un lápiz en el bolsillo y manchas de tinta mezcladas con las de sangre. A pesar de que por su conjunto era obvio que había muerto repentinamente, su mandíbula estaba casi desprendida y su piel denotaba un tenue color putrefacto. Entonces era cierto que los cuerpos de los zombis se descomponían con mayor rapidez.
En una mirada rápida, vi la misma coloración en todos los muertos, alcanzando a distinguir gusanos regodeándose en una que otra cara.
–Sigan avanzando. No son muchos, quizás podamos dejarlos inmóviles.
–No será necesario disparar– me adelanté a decir, adelantándome a Paz y quedando solo frente a los zombis que me miraban con furia sobrehumana a mí, y a la escopeta que, aunque vacía, aún llevaba conmigo. Era cierto que al principio de la noche los cuerpos poseían una fuerza anormal, pero ¿Qué tanto poder le podía quedar a esas bolsas de gusanos?
Tomé el fusil por la boca y asesté un golpe contra la cabeza del muerto de la garganta cortada. La cabeza se desprendió con tanta facilidad que por el impacto las cabezas de los cadáveres de al lado se sacudieron. Frente a mí quedaba solamente un torso estirando los brazos. Un segundo golpe del arma bastó para derribarlo, quedando lejos y desorientado sin cabeza, tratando de levantarse para caminar hacia una dirección opuesta al grupo y a mí.
Lancé una patada contra la esposa del zombi, sintiendo con alivio sus huesos dislocarse. El ser cayó al suelo, pero siguió estirando sus brazos para alcanzarme. Me preparé para darle el golpe decisivo, pero me sorprendieron un par de niños muertos que avanzaban rápidamente con intención de morderme.
Un estallido me dejó sordo del oído derecho cuando Paz me salvó del diabólico infante con un certero disparo, salpicando sangre y gusanos que esquivé con gran espanto.
–¿Ya acabaste de jugar al matón, estúpido?– dijo Paz con furia mientras continuaba disparando. Aunque heridos, los cadáveres no retrocedían, y el ruido de la ráfaga de disparos empezó a atraer más criaturas.
Retrocedí aterrado ante los gusanos que se arrastraban con rapidez hacia mis pies y me uní al grupo mientras apuntaban con sus armas esperando la señal de Paz para disparar en todas direcciones.
–Listos– dijo éste –Estamos cerca del refugio, sólo tenemos que hacer retroceder a estas bestias un poco.
Aunque todos estaban armados, parecían poco dispuestos a usar las armas que se les había otorgado. Imaginé que muchos de ellos, al igual que yo, nunca en su vida habían disparado una escopeta. Más hombres, mujeres y niños fallecidos comenzaron a rodearnos mientras Paz nos abría paso hacia adelante para acercarnos al lugar donde calculábamos que debía estar el refugio. ¿Qué pasaría si no existía tal, o si este ya había sido tomado por los zombis?