El salón principal del donde se celebraba la boda, brillaba bajo una cascada de luces doradas. Las mesas estaban cubiertas de flores blancas, el sonido de copas chocando se mezclaba con la música suave, y en el centro, Alexander Harrington y Angie Rivera daban inicio a su primer baile como esposos. Afuera, la noche neoyorquina se extendía limpia, con el rumor lejano del tráfico colándose por los ventanales.
Entre los invitados se respiraba esa alegría elegante que solo tienen las bodas perfectas: risas contenidas, vestidos costosos, y el aroma del champán llenando el aire. Cerca del fondo del salón, junto a una de las columnas decoradas con guirnaldas de cristal, estaba John Miller.
Así se llamaba aquel hombre que parecía llenar el espacio con solo entrar. Media un metro noventa y cinco de altura, Sus hombros eran amplios, su espalda recta y cada movimiento dejaba entrever la fuerza contenida de un cuerpo trabajado durante años de disciplina militar. Era un gran estratega y ahora jefe de seguridad personal de Alexander Harrington, además de su amigo más leal.
La piel canela resaltaba bajo la luz cálida del salón, y el traje negro le quedaba tan bien que parecía hecho para él. Tenía el porte de un soldado y la elegancia de un hombre que no necesita esforzarse para ser observado. Las manos grandes, las venas marcadas en los antebrazos, el cuello firme y una mandíbula definida que completaban el conjunto de un atractivo difícil de ignorar.
No era precisamente el tipo de persona que pasara inadvertida en una boda elegante. Llevaba un traje negro impecable, sin corbata, el cuello de la camisa abierto y esa postura recta que delataba años de disciplina. No bailaba, no bebía demasiado y parecía observarlo todo con la misma precisión con la que un francotirador mide la distancia de un blanco.
Hasta que la vio.
Sophia Müller.
Cabello rojo fuego, sonrisa contagiosa y un vestido verde esmeralda que tenía más actitud que tela. Había llegado como dama de honor de Angie Rivera, y aunque su intención era comportarse, la champaña y su sentido del humor no iban en la misma dirección.
El primer cruce entre ellos ocurrió frente a la pista de baile, cuando Sophia, sin mirar, giró con una copa en la mano y terminó derramándola justo sobre el pecho del exmarine.
—Oh, mierda… —susurró ella, mirando la mancha en la camisa—. Fue un accidente. Juro que no suelo atacar a hombres tan grandes en público.
—Menos mal —respondió él, con una media sonrisa apenas visible—. No creo que sobreviviera a un segundo ataque.
Ella rió. Él no. Pero el brillo divertido en sus ojos la desarmó por completo.
Y entonces, como si el universo conspirara para sellar el desastre. El DJ anunció con entusiasmo la esperada tirada del ramo. Las luces del salón bajaron un poco, la música cambió a un ritmo animado y Angie, radiante con su vestido blanco, se colocó en el centro de la pista.
—¡Vamos, chicas! —gritó entre risas, alzando el ramo de rosas blancas.
Las invitadas se reunieron detrás de ella, empujándose con complicidad y risas nerviosas. Entre ellas, Sophia Müller brillaba con su vestido verde esmeralda, descalza de un pie y con el otro aún calzado, como si la fiesta ya hubiera pasado por encima de ella.
—A ver si tengo suerte, por una vez —bromeó, acomodándose el cabello rojo en un moño desordenado.
El ramo voló alto. Sophia saltó sin pensar y, con reflejos sorprendentes, lo atrapó entre aplausos.
—¡Lo atrapé! —gritó eufórica, levantándolo como si fuera un trofeo.
Pequeña, delgada pero ágil, se giró con una sonrisa que desarmó a todos.
John Miller, desde una esquina, la observó con una leve sonrisa. Estaba acostumbrado a misiones imposibles, pero nunca había visto a alguien celebrar una flor con tanta emoción.
Entonces Alexander tomó el micrófono.
—Y ahora… —anunció con picardía—, es turno del liguero.
Los gritos y silbidos no se hicieron esperar. Angie se sentó, divertida, mientras Alexander, entre aplausos, se arrodillaba frente a ella. La multitud coreaba su nombre mientras él, con esa confianza descarada que solo tienen los hombres recién casados, quitó el liguero con los dientes.
Sophia se cubrió la boca, muerta de risa.
—Esto ya parece una película clasificada —susurró a la dama de honor a su lado.
El liguero salió disparado por los aires en un arco perfecto… hasta aterrizar con un plop directo sobre la cabeza de John Miller.
Por un instante, el salón entero se quedó en silencio. Luego estalló en carcajadas.
John se llevó una mano a la cabeza, retiró el liguero con calma y lo sostuvo frente a él, resignado.
—Genial —murmuró, entre risas del público—. Justo lo que me faltaba.
Alexander levantó la copa desde la pista.
—¡Tradición cumplida! El que atrapa el liguero baila con la que atrapó el ramo.
Los aplausos se duplicaron.
Sophia, aún riendo, lo señaló desde la pista.
—Vamos, soldado. Las reglas son las reglas.
John negó con la cabeza, pero su sonrisa lo delató.
Sabía que, de todas las misiones que había enfrentado, esa sería la más peligrosa… y probablemente la más divertida.